José Luis Bolívar Aparicio*
Mi madre solía decir: “Uno siempre sabe cómo empieza una pelea, pero nunca como va a acabar” y no podía estar más acertada, quienes sobre todo de jóvenes hemos visto y estado inmersos en cientos de riñas somos testigos de cómo a veces las más burdas situaciones pueden conducir a que dos hombres se vuelvan niños y traten de resolver cualquier disputa por la vía más directa, la de los puñetazos.
Está en la esencia del hombre, diría más de uno, es volver a su instinto cavernario, el imponer su estado de macho alfa ante la tribu y hacer que la fuerza reine sobre la razón, o de que su razón sea impuesta a través de la fuerza, o simplemente como pasa la mayor parte de las veces, pelear porque lo que lo que piensas no te alcanza para sentirte bien.
Y de entrada no quiero hacer discriminación de sexos, puesto que últimamente, las damas se trenzan a lapos más y peor que los mismos hombres y el Internet está plagado de videos de chicas y grandes que prendidas de sus mechas se dan con todo, una verdadera lástima.
En mis pasadas experiencias, por lo general los golpes iban y venían hasta que salpicaba algo de sangre, o una nariz terminaba rota, o la revolcada en el piso era más mugrienta que agradable, de manera que los más o los menos los separábamos, les hacíamos dar la mano y listo, asunto saldado, ya se dieron el gusto y, calabaza calabaza todos nos íbamos a casa, o con la alegría de ser del equipo ganador, o alentando al perdedor de que al menos hizo buen frente, pero nunca pasaba de eso.
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Sin embargo que yo haya vivido las cosas a ese nivel, no quiere decir de ninguna manera que mis experiencias hayan sido o sean aun referencia para medir nada, ni lo de antes era mejor ni lo de ahora es peor.Dos generaciones antes que la mía, relataban entre nostalgia y abominación las terribles peleas que protagonizaban pandillas que hicieron historia en la ciudad de La Paz. Marqueces y Calambeques, entre otras tantas, protagonizaban cada camorra que durante un buen tiempo las fiestas que no querían su presencia tenían que pedir la seguridad de la Policía para evitar los desmanes que solían provocar estos dos grupos. Eran encontrones realmente fuertes, a tal punto que en una fiesta, falleció justamente la hermana de la familia Marquez y uno de ellos terminó en la cárcel. Hoy en día ambos grupos son más que amigos y recuerdan sus jornadas en alegres fiestas donde ya no hay más lides, pero su pasado no queda en el olvido.En mis tiempos de juventud las pandillas eran muchas más, y sus peleas no estaban al margen, pero ya no provocaban desmanes como sus antecesores, los que sí se daban unas peleas campales más bien eran los colegios, quienes por una longeva tradición, tenían un establecimiento enemigo y la mejor manera de determinar cuál era el mejor, según el alumnado (muchas veces incluso incentivados por los mismos docentes) no era comparando libretas sino a los golpes en batallas campales en lugares como la avenida Del Poeta, el parque de los monos o el bosquecillo de Pura Pura.El Ayacucho contra el Bolívar, o La Salle contra Don Bosco y muchas rivalidades similares organizaron tremendas bataolas que terminaban con cientos de arrestados cuyos padres tenían que irlos a recoger, firmar garantías y seguramente llegando a casa averiguar dónde no le dolía al hijo para emparejarle los moretes o en otros casos también ser felicitados y alabados por las dotes pugilísticas.Pero si había una rivalidad tradicional en la ciudad de La Paz, era la de militares contra policías. Una bronca que tenía su punto de referencia en los acontecimientos de la Revolución de Abril. El MNR dio el golpe de estado con la Policía y cuando se convirtió en algo más que eso se enfrentó a los militares hasta derrocarlos. El Dr. Paz selló su alianza con los Carabineros, cerró el Colegio Militar, armó con su arsenal a sus milicias y por último humilló a los uniformados haciéndoles jurar con la V de la victoria.El rencor en el Ejército no desapareció durante años y en lo personal a principios de la década de los 90 los enfrentamientos eran muy cotidianos sobre todo las escaramuzas de los domingos por la mañana cuando se paseaba por el Prado y cada vereda tenía precio de botín de guerra. Hoy en día aquello ya no existe y ambas instituciones van de la mano por la calle.La única rivalidad que me da pena hoy por hoy y que va en preocupante aumento, pues muchas veces nos encanta imitar lo que vemos por la tele, es la de las hinchadas de fútbol. Desde que se fundaron las barras bravas y acompañadas de mucho folklore futbolero establecieron su campo de acción y su forma de alentar a su equipo, esos grupos le han dado mucho color al fútbol. Su contribución es innegable y su aporte a la hora del aliento queda marcado, especialmente cuando logran levantar a su equipo y hasta cambiar resultados con su empuje.Lastimosamente, muchos de ellos, no solo sienten un gran amor por sus colores, sino que además mucha atipatía por el rival, por el de turno durante el encuentro, pero en permanencia y con demasía por el clásico rival. A veces es un odio inimaginable e incomprensible pero existente, y es necesario tener esas situaciones bajo control y con la debida atención para que no se reproduzcan situaciones que ya han teñido de sangre jornadas que debían haber sido sólo deportivas pero que terminaron siendo un suceso policial.El ser humano es así, es capaz de amar y abominar con intensidades a veces incomprensibles, y ambos extremos nos pueden llevar a cometer locuras que probablemente en situaciones normales seríamos incapaces de realizarlas. Pero tanto amor como odio, tienen su origen en un trato común, en una relación cuyos afectos o desafectos van creciendo por algún motivo. Estas causas pueden derivar en cosas sublimes o en tragedias insospechadas, pero entre dos o más personas que tienen una situación en común.Lo que no logro entender por mucho análisis que haga, es, ¿qué lleva a un muchacho que no ha llegado a los 25 años, a detestar a un desconocido de tal manera que sea capaz de provocarle el mayor daño posible?Me refiero al episodio vivido la madrugada de este miércoles cuando un universitario fue interceptado por cinco muchachos, algo menores que él y le dieron tal paliza que terminaron causándole la muerte.El vídeo grabado por unos vecinos que inundó las redes sociales, dejaron a más de uno con la boca abierta, pues al ver como el zafado de mangas blancas pisaba la cabeza de su víctima una y otra vez sin encontrar sosiego, era algo realmente incomprensible.Sus declaraciones y justificaciones rayan en lo absurdo y será un Juez quien determine su suerte hasta que los enjuicien, pero el episodio nos deja perplejos y pensando, ¿qué le pasa a un ser humano para estar cargado de tanto desamor, de tanta rabia, como para golpear a otro hasta matarlo?Necesitamos orientar a nuestros hijos, volver a infundir amor y valores y si los vemos o sabemos muy violentos, orientarlos y buscarles ayuda profesional, porque somos conciientes que en cualquier momento pueden empezar o ser parte de una pelea pero lo que nunca sabremos es cómo irá a terminar la misma. *Es paceño, stronguista y liberal