De los ciudadanos inútiles

Enrique Fernández García*

 

Efectivamente, uno de los aspectos de lo que podría llamarse la crisis de las democracias modernas es que, en nuestro Estado de Derecho, los ciudadanos consideran que cada vez tienen más derechos y menos deberes frente a la colectividad.



Jean-François Revel

 

Cuando, como lo hizo Kant, nos preguntamos acerca de qué debemos hacer, las alternativas son varias. Siguiendo a Epicuro, podríamos pensar en el placer, considerándolo un criterio determinante para orientar nuestras actuaciones. Asimismo, observando enseñanzas de los estoicos, se podría tener una vida virtuosa, lo cual implicaría obrar según la naturaleza, evitando toda disconformidad sobre desgracias o fortunas. Son apenas dos de las distintas ideas que se han formulado; desde la Edad Antigua hasta hoy, estos debates no merecen conclusión. En cualquier caso, me interesa destacar una última opción. Aludo a una conocida escuela de filosofía que fue fundada por Jeremy Bentham, el utilitarismo. Lo señalo porque, más allá del significado que se le asigna en términos doctrinarios, hay una palabra capital, utilidad, capaz de ayudarnos a tomar decisiones.

En la lógica ya expuesta, el interrogante central tiene que ver con si servimos o no a una causa específica. Por supuesto, no es lo mismo pensar en ser útiles para nuestra vida individual, familiar o profesional, verbigracia, que hacerlo desde un punto de vista ciudadano. Sucede que esta condición de individuo con derechos políticos, conseguida tras numerosas luchas, debería hacernos reflexionar sobre cuánto aportamos a una convivencia más o menos civil. Se lo advierte porque hay personas sin ningún interés de contribuir al mantenimiento del sistema que habría sido instalado para nuestro beneficio. Es que, aunque se nos ofrezca, en caso de agresión, la protección a nuestras libertades, las normas que lo establecen pueden sernos indiferentes. Peor todavía, algunos sujetos, además de caracterizarse por despreciar lo referente a ese orden institucional, podrían militar en su contra. Hablo de quienes son tan inútiles cuanto peligrosos.

El ciudadano que no se preocupa por los problemas sociales, cuestionando decisiones del gobernante, pero también promoviendo, en la medida de sus capacidades, soluciones, podría ser presentado como inútil. No ayuda, pues, en absoluto, a encontrar una mejor manera de convivir. No se demanda que cada minuto sea consagrado a estos menesteres. Sería una soberana estupidez que, teniendo tantas otras dimensiones, nuestra vida fuese reducida a esa única parcela. Lo que parecería condenable es su desdén, creyendo en la imposibilidad de ser afectado por las medidas gubernamentales. La historia está recargada de casos en los que apáticos, tibios y cobardes fueron víctimas del poder. De modo que se exige nuestra vigilancia, más igualmente un ejercicio reflexivo, así sea sensato, de los derechos. No basta con reclamar por el sufragio; debemos estar a la altura del desafío, usando nuestro cerebro para elegir sin ser marionetas de nadie.

Los electores que votan bajo el impulso de antipatías, prejuicios, rencores o hasta envidias, por citar algunos supuestos, cuentan con aquel vicio en cuestión, la inutilidad. No es suficiente con levantarse del lecho, soportar las demoras de una cola y sufragar. El cumplimiento de esta labor tiene que ser acompañado por una tarea informativa, investigativa, aun crítica. La elección desprovista de conocimientos sobre propuestas, programas, verosimilitudes o ilusiones que desencadenan los candidatos no justifica ninguna celebración. Lejos de fortalecer la cultura democrática, pueden perjudicarla, puesto que su participación como votantes nos hace creer en un meritorio compromiso del ciudadano. Suponemos que hay convicción en donde solo existe desgano.