La hegemonía del elector irracional

 

La razón tiene por delante una maravillosa tarea que acaso recuperará su eficacia para dar metas al cambio histórico. 

Víctor Massuh 



 

Cuando se procura marcar una diferencia fundamental con las otras especies, el ser humano puede recurrir a su racionalidad. En este sentido, siguiendo la tradición que cuenta con Aristóteles y Tomás de Aquino, entre otros autores, subrayaremos esa cualidad. Nadie más podría pensar, elaborando conceptos, teorías, así como tampoco, en cualquier campo, formular críticas. Por supuesto, no todos están de acuerdo con esa distinción. Russell, por ejemplo, explotando un peculiar sentido del humor, decía que, a lo largo de su extensa vida, había fracasado en hallar pruebas al respecto. En cualquier caso, hablamos de la principal respuesta que se ofrece para sustentar nuestra exclusividad. Así, esperaríamos que se ponga de manifiesto en distintos ámbitos, públicos o privados. El problema es que toparnos con ese fenómeno no es frecuente; peor todavía, aun en situaciones muy relevantes, hallamos todo lo contrario. 

Por desgracia, el uso de la razón para votar no es una práctica que pueda considerarse mayoritaria, popular. Suponer que todo ciudadano piensa rigurosamente, analizando programas, comparando propuestas, profundizando en orientaciones ideológicas, es un error. Las elecciones nos muestran un panorama en el cual la lógica se suele despreciar. En lugar de, ejercitando el cerebro, afinar nuestros juicios sobre lo que nos ofrecen, se prefiere seguir los dictados emotivos. Por consiguiente, se convertirán los sentimientos, las pasiones, incluso desmedidas, en un factor decisivo para elegir a un candidato. Conforme a este tipo de mentalidad, los debates son superfluos, pues ya se tiene lo necesario para respaldar a un individuo en particular, al que cabe venerar, jamás cuestionar. Los únicos que motivan el ataque son sus rivales. 

 Abandonada la razón, queda el romanticismo. En este marco, encontramos a postulantes que plantean las medidas más fantásticas, irrealizables, utópicas, sin contar con seguidores capaces de observarlas. Más lo peor no es esto. Sucede que, a veces, su falta de crítica puede ser acompañada por un fanatismo violento. Los simpatizantes se transformarán, por tanto, en una especie de milicia del candidato. Apelarán a la fuerza para rechazar las refutaciones lanzadas en su contra. No se preguntarán cuál es la mejor manera de resolver los problemas sociales; procurarán imponer su criterio, encumbrar al sujeto con el que se identifican. Los del bando contrario harán lo mismo, desencadenando disputas sin mayor provecho para la convivencia. Al final, a nadie le interesará interactuar con el prójimo para buscar juntos, sin importar la militancia, cuáles son los mejores caminos del progreso. 

Pese a lo decepcionante que pueda resultar la contienda electoral, no cabe nuestra resignación. Apostemos por la elevación del nivel cultural y reflexivo de votantes. Es cierto que, aunque sean eruditos y cerebrales, los electores pueden cometer colosales tonterías. El siglo XX regala ejemplos de cómo sociedades ilustradas consagraron a patanes. Sin embargo, estimo que, si nos preocupáramos en torno a este asunto, habría mayores probabilidades de avanzar, evitando peligrosos absurdos. Es una tarea larga, difícil, de frutos tardíos, pero imperativa mientras aspiremos a tener otra realidad. Entretanto nuestras posturas sean emotivas, nada serio podrá esperarse de políticos que tampoco sobresalen por el esfuerzo intelectual. Es un círculo vicioso que sirve para entender parte de los males nacionales. Cuando la sinrazón abunda, nada grato puede ocurrir. 

 

*Escritor, filósofo y abogado