¿Te ha quedado claro cómo reconocer a una bruja? Vamos a repasarlo otra vez. Su saliva es azul, pero eso no importa, ya que se cuidan de no escupir para que nadie vea su color. Llevan zapatos incómodos porque no tienen dedos en los pies y ningún modelo les encaja. También te puedes fijar en la anchura de sus fosas nasales o la niña de sus ojos, que refleja un fuego o un cielo, pero esos detalles pueden confundirte. Hay mujeres con ojos raros y narices grandes que no son brujas. Porque una bruja, recuerda, no es una mujer. Parece una mujer, pero es otro tipo de criatura, del mismo modo que un vampiro no es un hombre, solo lo parece. Lo más importante para reconocerlas son los guantes y el pelo. Las brujas siempre usan guantes, incluso en casa, y se rascan la cabeza a menudo porque son calvas y llevan peluca que les irrita el cuero cabelludo, por eso tienen manchas de eccema. El eccema de la peluca, lo llaman. Los guantes son para ocultar las uñas, que tienen forma de garra, rematando unas manos rojas y alargadas. ¿Te ha quedado claro? ¿Reconocerás a las brujas cuando te las cruces por la calle?
Así comienza Sergio del Molino una estremecedora novela denominada “La Piel” (Penguin Random House) en la que un padre le relata a su hijo pequeño la posibilidad de la existencia de brujas a las que debe temer y huir, la vez que pueda, a sus brazos, en busca de cobijo y seguridad.
Pero pese a la insistencia denodada del padre, el vástago, no le cree y le repite una y otra vez que las brujas no existen. Sí, evidentemente, no existen como fábula. Pero el padre esconde un secreto: sufre de eccemas y de virulentas ronchas en su piel, que hacen que use peluca, esconda sus cicatrices y deba estar siempre curando sus heridas sanguinolentas. Él es una bruja por sus padecimientos físicos, pero no por sus malas acciones o hechicerías. Sino por su piel enferma.
Si entrásemos en una figura retórica, los meigos sí existen. No escupirán saliva azul, ni tendrán garras en lugar de uñas, escondidas con guantes, no tendrán narices aguileñas de cuervo, ni un tufo fétido, pero de que existen, existen.
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Indistintamente del género, la edad y la condición social, son malignos – léase hombres y mujeres por igual –, arman tramoyas, alimentan el odio y el racismo. Urden planes, bajo sus ropajes negros, sinuosos y torcidos, elaboran pócimas populistas y las venden de pueblo en pueblo. Y la gente, encantada, les cree y acuden en su defensa, causan desmanes, rompen cosas y luego, después del arrebato, agachan la cabeza y no saben explicar qué les pasó. Sufren de resaca. Pero no de remordimiento. No de culpa. Es el veneno que, una vez pasado su efecto, solo los muestra en su pequeñez y ordinariez como personas.
No se dan cuenta, en absoluto que, al salir la luna, un frío recorre la noche: son los miserables que vuelan a otra comarca con sus menjunjes para envenenar y reclamar más almas, más caos, más codicia, más hambruna, más roncha.
Insultan, denigran. Son soberbios, prepotentes. Hacen de la mentira su verbo. Su descaro es su sello más evidente. Son pillados en falta, en delito flagrante y son víctimas. Sacuden sus ropajes y ante los ojos del pueblo, aparecen pobres, humildes, sus riquezas torcidas son achacadas, jamás propias, son calumnias, son mentiras.
Arman fiestas. Corre la bebida, la lujuria, el pecado. No les importa. La moral es extraña. Incomprensible. Son inmorales por naturaleza. Venden y trafican drogas que arrebata conciencias, trabajos honrados, destruye familias. Ese es su negocio verdadero. Su única piel: Purulenta y viscosa que cae por sus espaldas.
Son inescrupulosos y existen. Tenga cuidado. Porque en estas épocas electoralistas, ya están volando, cantando arias, hipnotizando, invitando orujo a diestra y siniestra. Tenga cuidado porque, al parecer, están más cerca de usted de lo que se imagina, porque sí existen.