La manada boliviana

Crónica

Había dado su último examen para entrar a la universidad. Quería ser médica. Quiso festejar con quienes creía eran sus amigos y ellos la drogaron, la violaron, la ultrajaron y la dejaron botada en la puerta de una clínica. Familias adineradas pelean por la impunidad de sus hijos, mientras, en Bolivia, las violaciones grupales de mujeres suman y siguen. Se llama Leticia, digamos, pero podría llamarse como tu hija, tu hermana, tu amiga o como tú…



 

Fuente: paginasiete.bo

Carolina Méndez Valencia

 

Ponte tus calzones blancos
tus medias blancas de señorita
Que no sabes que eso que tienes
entre tus piernas
es tu crimen
es tu culpa
es tu cruz
Oremos

(Lú Carvalho)

Queríamos prenderle fuego a todo. Gritar y aullar hasta que se nos acabara la voz. Putear y putear para decir que ya no más, que nunca más, que ni una menos, que ni una más.

Era la noche del viernes 21 de diciembre de 2018. Autoconvocadas tomamos la ciudad, nos abrazamos para juntas compartir la rabia, la indignación y aquella vibración que no se extinguió más. La batucada le puso ritmo a la bronca y las consignas de lucha fueron nuestras: Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven. Abajo el patriarcado. Se va a caer, se va a caer. // Puede ser tu hija, puede ser tu hermana, no queremos ser la próxima mañana. // Señor, señora, no sea indiferente, que matan a las mujeres en la cara de la gente.

Ardió la urbe caliente a nuestro paso. Como avalancha recorrimos desde la Fiscalía hasta el Comando Departamental de la Policía. Quemamos muñecos, prendimos carteles. Los periódicos habían anunciado una marcha pacífica sin entender que estábamos allí por estar hartas de ser pacifistas.

Ilustración de Ana Belén Sanabria Tobar / estudiante DGR UCB.

Leticia, mientras tanto, cumplía su séptimo día de internación. Contradiciendo el pronóstico inicial, salió de terapia intensiva donde una semana antes se debatía entre la vida y la muerte. El 14 de diciembre de 2018, cinco sujetos -a quienes ella consideraba amigos- la violaron en un motel y la dejaron en una clínica, sola, mientras convulsionaba.

Así huyó La Manada.

Integrantes de «La manada boliviana» / Foto de Archivo, Página Siete

Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven. Abajo el patriarcado. Se va a caer, se va a caer. // Puede ser tu hija, puede ser tu hermana, no queremos ser la próxima mañana. // Señor, señora, no sea indiferente, que matan a las mujeres en la cara de la gente.

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Tiene 18 años y se llama, digamos, Leticia. Está en primer año de universidad, habla inglés y francés, ha vivido en dos países y también ha avizorado el infierno. A ratos siente que se quiere morir, que no vale la pena seguir después de todo lo que le ha pasado.

“Jamás pensé que aquel 14 de diciembre mi vida cambiaría para siempre”, escribió Leticia en una carta pública en la que intentó contar, si aquello fuera posible, el martirio que vive. “Ese 14 significó el primer paso para cumplir mis sueños, quién diría que se transformó en el día que destruyó mi vida para siempre… ¿Por qué a mí?, ¿por qué nadie me ayudó?, ¿por qué me dejaron botada y sola en esa clínica?, ¿por qué no dicen toda la verdad?, ¿por qué no son tan valientes y les dicen a sus madres que esa noche me violaron?”.

Leticia recibió el segundo viernes de diciembre de 2018 memorizando, junto a sus amigas, todo lo relativo al sistema circulatorio: corazón, arterias, sístole, diástole, válvulas. Se habían quedado toda la noche anterior compartiendo información y nerviosismo. El 14 rendirían el propedéutico de ingreso a la universidad; era el día clave para emprender el camino al sueño de convertirse en médicas.

¿Por qué a mí?, ¿por qué nadie me ayudó?, ¿por qué me dejaron botada y sola en esa clínica?, ¿por qué no dicen toda la verdad?, ¿por qué no son tan valientes y les dicen a sus madres que esa noche me violaron?”.

La prueba duró 90 minutos y al concluirla sobrevino el alivio. Leticia sintió que aquel iba a ser un día inolvidable, un presagio. “Mi vida está destruida, el sueño de iniciar este año Medicina se acabó, salir a la calle es tarea imposible porque vivo atemorizada, ya no confío ni creo en nadie”, confesaría después en su carta.

Ilustración de Andrea Linares / estudiante DGR UCB.

Cuando la madre de Leticia recibió la noticia, ejercía un acto de fe. Caminaba rumbo al santuario de Cotoca para cumplir una promesa que tiene con la virgencita desde hace ocho años. Aunque fue rápido, sintió que todo transcurrió en cámara lenta. Desesperada caminó a contracorriente, esquivando a la gente que peregrinaba aquella noche. Cuando luego de varios intentos consiguió un vehículo para volver a Santa Cruz, sintió que había hecho el viaje más largo de su vida y que el mundo se le desarmaba. “La drogaron y le pegaron hasta casi matarla”, le habían dicho por teléfono.

El padre llegó por su cuenta tras el llamado de su esposa. Desesperado, no podía siquiera imaginar quién pudo hacerle aquello tan atroz a su niña.

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Son las dos de la mañana y el dolor está anidado en cada milímetro del cuerpo. Leticia abre los ojos con dificultad y descubre a su hermana, dos años menor, a su lado. Los cierra. Siente las piernas pesadas como sacos de cemento. Abre los ojos. Encuentra a su madre quien esquiva la mirada para ocultar el llanto. “Es que estaba deshecha, no era mi hija esa, no era mi hija. Estaba llena de moretes, su cachete todo para este lado, hinchado; sus ojos, morados; su pecho lleno de rasguños; chupones por aquí, apretadas por allá…, estaba deshecha”, cuenta la madre y revive el desconcierto, la incredulidad. “Yo no entendía nada, pensé que la habían querido matar”.

Son las tres de la mañana. Está en el mismo lugar de paredes blancas. Leticia vuelve a abrir los ojos y esta vez intenta hablar. Sus cuerdas vocales no le responden por el dolor. Trata de recordar algo que le ayude a entender qué le había pasado pero no lo consigue. “¿Dónde estoy?, ¿he tenido un accidente?”. No lo sabe. Aún no lo sabe.

“Es que estaba deshecha, no era mi hija esa, no era mi hija. Estaba llena de moretes, su cachete todo para este lado, hinchado; sus ojos, morados; su pecho lleno de rasguños; chupones por aquí, apretadas por allá…, estaba deshecha”, cuenta la madre y revive el desconcierto, la incredulidad. “Yo no entendía nada, pensé que la habían querido matar”.

No puede hablar ni moverse. Está malherida en una sala, conectada a sueros y aparatos que le monitorean el corazón. En la Unidad de Terapia Intensiva de la clínica Figueroa, alrededor de 10 médicos entran y salen de la sala para revisarla: neurocirujanos, internistas, otorrinolaringóloga y cardiólogo.

Uno de ellos sugiere que la revise además la ginecóloga. La especialista no está a esa hora en la clínica; llega en la mañana pero no la atiende. “Ella dijo que la iba a revisar conjuntamente con la médico forense y eso fue lo que hizo, esperó. No la tocó ni nada hasta que llegó la forense y las dos juntas la revisaron”, cuenta la madre de Leticia.

El reporte de la forense refiere: “Signos recientes de acto contra natura o acceso carnal vía anal reciente”. En otras palabras, violación. Los padres de Leticia recibieron la noticia como una puñalada certera. Relatan que en su afán de aferrarse a alguna posibilidad de error, en dos oportunidades volvieron a preguntar a la ginecóloga si existía siquiera la mínima esperanza de que no fuera agresión sexual. La respuesta siempre fue la misma. “No hay duda, señores, hubo violación”.

Cuando Leticia consiguió articular palabra preguntó qué le pasó. Su madre la observó tratando de contenerlas lágrimas; intentando escoger qué palabras usar para explicarle. “¿Qué me pasó, mamá? ¿Y mis amigos?”.

“Me quedé sorprendida cuando me dijo ‘¿y mis amigos?’. Ella pensó que se habían accidentado. Le dije que aquellos a los que ella consideraba amigos la violaron, y a ella le costó creerlo. Le mostré el examen forense. Lloramos juntas”, relata la mamá y se quiebra de impotencia.

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Su cerebro ha decidido olvidar. El informe psiquiátrico que elaboró la especialista en la clínica Figueroa da cuenta de amnesia en la paciente. El shock fue tal que su memoria se negó a recordar. Solo los primeros diez minutos están en su cabeza. Solo los primeros diez de la hora cinco minutos y 59 segundos que estuvo en la suite 13 del motel Deluxe.

Ilustración de Belén Miranda / estudiante DGR UCB.

“Me quedé sorprendida cuando me dijo ‘¿y mis amigos?’. Ella pensó que se habían accidentado. Le dije que aquellos a los que ella consideraba amigos la violaron, y a ella le costó creerlo. Le mostré el examen forense. Lloramos juntas”.

“Jalá esto”, le dijo uno de los chicos mientras le acercaba cocaína a la nariz cuando estaban en el baño. Leticia recuerda haber dicho “los veo como caricaturas”; segundos más tarde cayó desmayada.

Una hora después convulsionaba en el auto que la llevaba a Emergencias de una clínica cercana. Según el reporte médico, a su llegada “la paciente presentaba una sintomatología de convulsiones tónico crónica generalizada; se encontraba desorientada en lugar, tiempo y espacio. Se evidenciaron en su organismo rastros de alcohol y drogas”.

“El éxtasis produce euforia, el alcohol produce inhibición y la marihuana tiene un efecto mixto inhibitorio y alteración de la relación tiempo espacial -declaró en audiencia un toxicólogo-. Estas son drogas facilitadoras de violencia sexual porque justamente la inconsciencia es una situación que produce desventaja, indefensión, incapacidad de resistir”.

Esa madrugada, Leticia fue llevada por Alejandro Saavedra y Alejandro Castro Pinto a la clínica Ucebol, ubicada a cuatro cuadras del Deluxe. La abandonaron inconsciente en la puerta. Cuando llegó su hermana, fue transferida a la clínica Figueroa por la necesidad de terapia intensiva y de estudios especializados.

Salió de la clínica en nochebuena, diez días después de la agresión.

El shock fue tal que su memoria se negó a recordar. Solo los primeros diez minutos están en su cabeza. Solo los primeros diez de la hora cinco minutos y 59 segundos que estuvo en la suite 13 del motel Deluxe.

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Aquel 14 de diciembre, una vagoneta Rav4 pasó a las 19:30 a recoger a Leticia de su casa. La conducía Alejandro Saavedra Saavedra y lo acompañaba un adolescente de 14 años. De allí, fueron a recoger a Alejandro Castro Pinto. Saavedra estaba de cumpleaños y no solo tenía una vagoneta a disposición del festejo sino que había prometido ser el anfitrión de la noche cubriendo los gastos.

Se dirigieron al boliche Dubái, donde ya los esperaban Junior Rosales Franco y Jorge Andrés Justiniano Parada. Había una reserva exclusiva para los seis.

Dubái es un antro súper vip. En el lugar se alquilan cabañas cerradas, que son una especie de mini bunkers, donde uno paga por la privacidad del jolgorio y evita preguntas complicadas. Allí cada anfitrión escoge qué música escuchar o puede habilitar el karaoke. Para el consumo de  tragos, se hace el pedido por intercomunicador y el mesero lo lleva hasta la puerta sin asomar siquiera la nariz al interior.

En uno de esos “privados” estuvieron los seis jóvenes durante dos horas y media. Durante ese tiempo, Rosales -quien declaró después que no poseía celular- ofició de “dealer” de droga para el resto del grupo. Se contactó con proveedores que le llevaron la orden hasta la disco.

Leticia bebía ron cuando los chicos le sugirieron que tome una pastilla para que se le pasen los efectos del alcohol. “Te vas a sentir mejor. Nosotros ya la tomamos”, le aseguraron.

Como el olor a marihuana los delató, el guardia de seguridad del boliche se metió en la cabaña y les pidió que se largasen. Todos subieron a bordo de la vagoneta y se fueron al motel Deluxe, ubicado en el sexto anillo de la zona Norte.

Leticia bebía ron cuando los chicos le sugirieron que tome una pastilla para que se le pasen los efectos del alcohol. “Te vas a sentir mejor. Nosotros ya la tomamos”, le aseguraron.

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“Ella quiso ir”, declaró después el único de los cinco acusados que es menor de edad. “Nosotros no teníamos pensado irnos del Dubái. Como nos botaron por la marihuana, pensamos a qué lugar podíamos ir, más privado, entonces se nos ocurrió el Deluxe. Alejandro Saavedra le preguntó a ella si quería que la dejemos en su casa. Ella dijo que no, que era muy temprano”, refirió.

Protegida por una cámara Gessell, Leticia dijo que no recuerda el tiempo que estuvieron en la discoteca Dubái, ni por qué los botaron. Tampoco recuerda el motel, el número de la habitación ni que haya convulsionado. “Rosales y Justiniano habían dicho que hacían eso de beber en los moteles para que nadie moleste. Dijeron que ya lo habían hecho. Yo fui sin pensar nunca que me ocurriera algo malo. Estaba con los que yo consideraba mis amigos, confiaba en ellos”, escribió ella en su carta.

Ilustración de Jhon Capuma / estudiante DGR UCB.

El menor acusado declaró que no vio nada. “La chica estaba en el baño del motel con Alejandro Saavedra y Andrés Justiniano consumiendo cocaína cuando convulsionó”, sostuvo. Según su testimonio, él estaba en la habitación junto a Alejandro Castro Pinto y Junior Rosales y no se percataron de ninguna agresión. “En el momento que estaba en el cuarto no vi ni escuché que hayan tenido relaciones con ella; no he visto nada”, dijo en su audiencia.

“Rosales y Justiniano habían dicho que hacían eso de beber en los moteles para que nadie moleste. Dijeron que ya lo habían hecho. Yo fui sin pensar nunca que me ocurriera algo malo. Estaba con los que yo consideraba mis amigos, confiaba en ellos”, escribió ella en su carta.

Durante la inspección ocular, la Policía evidenció que la habitación 13 del motel Deluxe es un monoambiente en el que la cama se separa del baño solo por un vidrio esmerilado. Por eso, para Arletty Tordoya, abogada de Leticia, la versión del joven es falsa. “Ellos cuentan que tres (incluido el menor) estaban sobre la cama y que ella estuvo en el baño junto a otros dos. Es improbable que no hayan notado el hecho por el reducido espacio en el que se encontraban. Hay complicidad entre ellos y un pacto de silencio”, argumenta la jurista.

Según las investigaciones, el menor fue enviado a pagar la cuenta del motel y cuando retornó a la habitación no lo dejaron entrar. “Mejor ándate, algo salió mal”. Así que se fue, solito y a pie, sin mirar atrás. Después de él salieron corriendo Rosales y Justiniano.

Quince minutos más tarde partió la vagoneta, la conducía Saavedra y estaba acompañado por Castro Pinto. Llevaban a Leticia convulsionando. La dejaron en una clínica a cuatro cuadras y se marcharon.

Según las investigaciones, el menor fue enviado a pagar la cuenta del motel y cuando retornó a la habitación no lo dejaron entrar. “Mejor ándate, algo salió mal”.

Cuando la policía fue a recabar pruebas al motel, la habitación ya había sido usada siete veces. No se pudieron decomisar toallas, sábanas ni basureros; no había huellas, ninguna prueba.

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El informe forense de Leticia -elaborado por la Dra. Verónica Justiniano del Instituto de Investigaciones Forenses (IDIF)- tras una valoración integral, física y proctológica determinó una baja médica de 15 días para la paciente. Este documento fue considerado clave, por ello, durante todo el proceso los acusados intentaron desacreditarlo desvalorizando a la especialista que lo hizo. “Ella no está inscrita al Colegio de Forenses, no tiene ni título”, dijo  la madre de uno de los implicados ante la prensa.

En el certificado, además de laceraciones en la zona anal, se detallan “equimosis en ambas caderas, cinco en la cadera derecha y tres en la izquierda, debido a la digito presión”. La forense explicaría en audiencia que estas marcas “se producen con el afán de sujeción e inmovilización”.

Diecinueve días después, Leticia continuaba con dolor e inflamación, por lo que su madre la llevó a ver un proctólogo, quien le recetó un tratamiento de doce días. “El proceso inflamatorio pudo deberse a un factor traumático (como penetración), mala dieta u obesidad”, declaró el médico en audiencia cuando fue citado. Leticia no tenía ni mala dieta ni obesidad.

Otro informe que ayudó a establecer la agresión sexual fue el elaborado por la otorrinolaringóloga de la clínica Figueroa. Tras revisar a la paciente -que presentaba dolor en el paladar y dificultad en la deglución- la  especialista constató que “el paladar estaba aumentado de tamaño, con equimosis”.  La causa, “un trauma directo brusco que ha chocado con el paladar. Cuando es en cavidad oral es porque se ha introducido algo que ha ido directamente a golpear con fuerza el paladar y la válvula”. Cuando durante la declaración en audiencia, la médica fue consultada por las posibles circunstancias para las lesiones, ella respondió: “Yo le pregunté (a la víctima) y ella solamente lagrimeaba. Yo puedo pensar que a ella la obligaron a tener sexo oral brusco”.

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Lo que dijo la madre de Junior Rosales en el afán de defender lo indefendible, quedará grabado en la cúspide de la sandez: “No fue violación, solo fue anal”. Intentaba así exculpar a su hijo de la violación grupal; pero contrariamente a lo que pretendía, esa declaración no solo exacerbó el repudio general, sino que significó una confesión pública.

Ilustración de Luciana Noriega / estudiante DGR UCB.

Desde que la etapa de investigación se inició, el caso ha movido mucho poder y mucho dinero. Son seis familias adineradas enfrentadas: cinco contra una. Se ha visto desfilar varios abogados defensores a lo largo del proceso.

No es insignificante el hecho de que Alejandro Saavedra sea hijo de una exfuncionaria municipal, mano derecha del actual alcalde cruceño. No es intrascendente que la familia Saavedra haya entregado el vehículo usado aquella noche, lavado y aspirado, borrando así las pruebas. No es menor que haya una campaña en redes sociales para aminorar el delito con el argumento de que “ella se lo buscó”, que estaba “sola con cinco hombres” y cosas peores.

Lo que dijo la madre de Junior Rosales en el afán de defender lo indefendible, quedará grabado en la cúspide de la sandez: “No fue violación, solo fue anal”.

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Los cuatro mayores de edad de «la manada boliviana» –así bautizó la prensa al caso en alusión a un hecho similar ocurrido en España- fueron acusados de los delitos de violación agravada y lesiones graves y gravísimas. Carlos Alejandro Saavedra Saavedra, Jorge Andrés Justiniano Parada, Junior Rosales Franco y Alejandro Castro Pinto están detenidos preventivamente en la cárcel de Palmasola (Santa Cruz de la Sierra) desde el 18 de diciembre de 2018. Han pedido defenderse en libertad en reiteradas ocasiones y todas han sido rechazadas por “alto riesgo de fuga”.

Ilustración de Regina Gómez / estudiante DGR UCB.

Ni el escándalo ni los ataques, tampoco el linchamiento en redes acallaron a Leticia, quien en su carta se dirigió a los padres de los que creía sus amigos: “Si sus hijos están presos, yo lo estoy aún peor, todos los días encerrada entre cuatro paredes preguntándome ¿cuándo va a acabar esto?, ¿cuándo las familias de ellos y sus abogados dejarán de hacerme tanto daño?”.

El menor, que tenía 14 cuando sucedió la violación, fue enviado al Hogar Fortaleza, un centro correctivo para adolescentes. Allí guardó detención preventiva por tres meses; luego, la jueza Shirley Becerra le concedió detención domiciliaria porque el Ministerio Público no presentó la acusación a tiempo. El abogado del adolescente, entre otras cosas, advirtió que si se comprobaba que hubo acto sexual “sería la demandante (o sea Leticia) la acusada del delito de estupro”. Las abogadas de Leticia rechazaron ese argumento legal y denunciaron que se quería hacer responsable a la  víctima por la agresión que sufrió: “llegan a decir que ella es coautora de su violación”.

Una de las múltiples audiencias durante el juicio / Fotografía de Archivo, Página Siete

“Si sus hijos están presos, yo lo estoy aún peor, todos los días encerrada entre cuatro paredes preguntándome ¿cuándo va a acabar esto?, ¿cuándo las familias de ellos y sus abogados dejarán de hacerme tanto daño?”.

La noche del 29 de junio, la jueza Shirley Becerra absolvió al menor de toda culpa. En su fallo considera improbable la violación debido a que Leticia “tendría que haber recordado y denunciado la agresión y no su madre”, según consta en el acta de la sentencia. Pese a la valoración que realizó la otorrinolaringóloga, Becerra desestimó como causal la agresión por sexo oral con la conjetura de que las lesiones evidenciadas “pudieron ser a causa de la convulsión, como en los casos de epilepsia en los que los pacientes se muerden la lengua”.

Desestimó también la violación anal. Lo había advertido ya la abogada de Leticia: “La jueza quiso desde el inicio tumbar la agresión sexual. En las audiencias le preguntó a la forense si hay drogas que producen la dilatación en el ano. Pareciera que ella considera de que solo puede ser violación si es por vía vaginal”.

En cambio, la jueza valoró en su argumentación “el auxilio inmediato por parte de sus amigos hoy acusados, que no responde a una conducta dolosa dirigida a violar su derecho a la libertad sexual sino a un comportamiento de amigos que más allá de las circunstancias decide llevarla al lugar indicado”. Consideró finalmente “imposible, impensable, inimaginable” que se produzca violación debido al estado crítico en el que estaba la joven por las convulsiones.

La abogada de la víctima impugnó la decisión de Becerra al fragor de marchas y protestas de  activistas. El ministerio de Justicia instruyó poco después una auditoria al proceso.

Protestas de activistas a un año del juicio / Fotografía de archivo, Página Siete.

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Ella tiene 18 años y se llama, digamos, Leticia. Su nombre propio no importa; aunque, en realidad, sí. La Ley 348 prohíbe difundir la identidad de las víctimas y por sentido común es preferible no hacerlo. Por eso se trató de no revelarla ni siquiera dentro de los colectivos feministas. Se intentó protegerla para que nadie se adjudique el derecho de señalarla. Por eso el repudio fue colectivo cuando el [ex]Ministro de Justicia, Luis Arce Zaconeta, escribió el nombre de la víctima en Twitter, vulnerando la ley.

Ella tiene 18 años y se llama, digamos, Leticia. Ella tiene 20 y se llama, digamos, Agustina. Ellas tienen 23, 19, 14… y se llaman Lucía, Mireya, Julia. Ellas, todas, engrosan las canallas cifras que indican que cada día seis mujeres y niñas son violadas en Bolivia. En el 70 % de los casos los agresores son del entorno social o familiar.

Un alto porcentaje de víctimas no presentan denuncia. Es el miedo: a ser juzgadas, a que a alguien se le ocurra que ellas motivaron el ataque, a que no les crean. Y callan.

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Desde que el caso de “la manada boliviana” salió a la luz, las activistas hemos tomado las calles, hartas de tanta impunidad ante la violencia contra la mujer. Por acompañar audiencias y movilizarnos en espacios públicos hemos sido insultadas, agredidas y amenazadas. Sin embargo, entendemos perfectamente que si hay impunidad es porque hay complicidad. Y no lo vamos a permitir. Ya no más, nunca más, ni una menos, ni una más.

  • Carolina Méndez es beniana, periodista y feminista. Tiene una maestría en Estudios Sociales Latinoamericanos en la Universidad de Buenos Aires, trabajó en televisión y lee poesía en público como acto subversivo. Es corresponsal de Página Siete en Santa Cruz.

  • Este texto forma parte del libro Prontuario, editado por Página Siete y Editorial 3600, segunda edición, 2019.

Fuente: paginasiete.bo