Yo amo…

(Credo Personal)

Yo amo…



A Sísifo, que carga una roca inmensa en la espalda para subir a la cima de una montaña que sabe íntimamente que nunca va a alcanzar, cayendo sin cesar porque se levanta sin cesar…

La «Odisea», de Homero, porque me hizo comprender que en la vida de todo hombre es más importante el viaje que el destino…

La terrible lucidez de Kierkegaard, que piensa que Abraham no pudo mirar nunca más a su hijo a los ojos…

“Más allá del bien y del mal”, de Nietzsche, que acepta calumniarse con traviesa soberbia por los siglos de los siglos, para legarnos la humilde idea de que el bien y el mal son un invento previsible para administrar a los fariseos…

El encanto de Oscar Wilde, que me demostró que sólo hay dos problemas en la vida: no conseguir lo que uno se propone y conseguirlo…

La solidez intelectual de Heidegger, que admiró la universalidad de los filósofos presocráticos, aún más allá de las contradicciones nacionalistas del Siglo XX, que llegaron a confundirlo…

“El Sur”, de Borges, por el tedio existencial de su personaje, que se fuga de la vida urbana en un tren que lo lleva al sur de Buenos Aires, juega a creer en la integridad rural en cualquier bar de mala muerte, se finge ofendido, empuña un cuchillo sin mayor posibilidad de éxito, sale a la llanura, y se bate a duelo con un peón de estancia, disfrazando así su voluntad de «irse» definitivamente…

“La caída”, de Camus, por ese abogado arrogante, que un día escucha una risa que se ríe de él y se desmorona sin atenuantes…

“El final de un sueño”, de Vargas Vila, por Froilán Pradilla, tan fuerte para desairar los mitos colectivos y tan débil para sucumbir en los brazos de Afrodita…

“La caída en el tiempo”, de Cioran, por el hombre singular, que al final del camino es una especie de desertor de la vida, de expatriado del mundo, de caído del tiempo…

“El lobo estepario”, de Hesse, por la distancia de Harry Haller para darle la espalda a una cultura vacía y pretenciosa…

A Kafka, por haber develado al universo burocrático que cada uno es culpable sólo por el hecho inevitable y perplejo de existir…

A José Ingenieros, por haber puesto en evidencia que el hombre mediocre rinde culto a las multitudes cobardes y anónimas…

“El monólogo de Hamlet”, de Shakespeare, porque tuvo el valor de proponer sin rubor que es tan noble dormirse en un mar de azares, como presentar el pecho a la airada fortuna…

“El yo profundo y los otros yos”, de Pessoa, que, al referirse a la “Naturaleza”, concluye “Que un conjunto real y verdadero / Es un resfrío de nuestras ideas.”, para rematar también con libertad y gracia: “Fue esto lo que sin pensar ni detenerme / Entendí que debía ser la verdad / Que todos buscan y no hallan / Y que solo yo, porque no busco, hallé.”

La moraleja desapercibida de Adam Smith, que primero es filósofo y después economista, y que por eso sabe que la mejor forma de solidaridad consiste en que cada uno cuide de sí mismo, como dice Wilde, cuando se refiere con su entusiasmo lúdico al “socialismo”

La perspicacia inigualable de Freud para explorar “lo inconsciente”, sin dejar de alertar sobre el carácter provisional de sus conclusiones, subrayando que aquél que no está dispuesto a cambiar de opinión debe dejar la ciencia y consagrarse a la religión…

La versión de Lenin escrita por Paul Johnson, que concluye que el líder ruso amaba a la humanidad en general y odiaba a los inpiduos en particular…

“Por quién doblan las campanas”, de Hemingway, en aquellos momentos en los que Roberto Jordán parece comprender que la Política es del todo ajena al hombre en su hora final…

El sentido común de Skinner – “el menos común de los sentidos”, dice Galeano -, que sabe que la psicología del hombre promedio sólo se guía por premios y castigos…

“El muro”, porque también reconoce sin falsos pudores que “la Revolución” no acompaña al hombre en sus horas íntimas y decisivas, aunque el propio Sartre insista después en defender al estalinismo…

La voluntad de Schopenhauer, que, a veces, me parece capaz de pulverizar al azar y de reírse del destino (a veces)

La rigurosa claridad de Kelsen, que sostiene que la justicia es un valor filosófico que no pertenece a la Jurisdicción del Derecho, que tan solo es una disciplina que administra un orden cualquiera…

A Alejandra Pizarnik, que una tarde blanca, callada, ausente, me confió este secreto: “La rebelión consiste en mirar un rosa hasta pulverizarse los ojos”.

A Dostoievski, que tuvo la certeza invencible de que el verdugo no pudo concluir su infame tarea para que él pueda concluir su monumental obra…

A Rilke, que se refugia en un castillo, para tratar de curar sus heridas íntimas, mientras el mundo discute las consecuencias de la Primera Guerra Mundial…

A Valéry, que resume las características del Romanticismo en cuatro momentos extraordinarios: a) La falta de Sistema. b) La paradójica rigurosidad de no ensayar una definición del término. c) “El arte por el arte”. d) La confianza en sí mismo.

A Lou von Salomé, la musa inalcanzable de Nietzsche, que puede resumir su genio seductor en una idea: “Lo principal lo comprende uno inmediatamente o no lo comprende nunca”

“Límites”, de Borges, que llega a tener la melancólica conciencia de que hay una esquina que caminan sus pasos que ya no volverá a pisar nunca más…

A Estefan y Lotte Zweig, que agradecen a las autoridades de Brasil, por haber recibido Asilo Político en medio de la Segunda Guerra Mundial, el minuto antes de marcharse juntos a otras dimensiones del tiempo a buscar una patria que les fue esquiva en este mundo…

“La lucha contra el mal”, de Becker, que no busca el bien “afuera”, sino que lo encuentra en el corazón de cada uno…

A Borges, ¡tantas veces Borges!, porque me mostró que en un mundo que rinde culto a lo aparente, también todo puede ser verdadero y solo falsas las circunstancias…

“La oscuridad no miente”, de George Bataille, que ve en medio de las luces artificiales que “El hombre es un dado trágico”

La fuga de la ancianidad propuesta por Bierce cuando desaparece sin huella en la Revolución mexicana, dejando como rastro lacónico un texto que dice: “Ser un gringo en México: ¡Ah, eso sí es eutanasia!” (Y su definición de “celoso”, como “aquél que está preocupado por conservar a alguien que si perdiera por las razones que lo preocupan no valdría la pena retenerlo”)

“Uno y el universo”, de Sabato, porque tiene un segundo irreversible de conciencia para detenerse y mirar desde su insignificancia lo inconmensurable, sugiriendo que más vale una razón prudente que una apariencia sensible…

A Onetti, que un día se quedó para siempre en su cama…

Aquél cuadro misterioso de Picasso y aquél texto revelador de Julio Woscoboinik que ve al hombre como un minotauro ciego caminando su laberinto…

Aquél libro de David Pujante que reincide en el pensamiento de Freud para sorprender otra vez al hombre en la dualidad perturbadora de Eros y Tánatos…

A Job, porque en el momento que “duda”, ya tiene una vida. Hace pestañear a la Perfección…

El azul trémulo del amor y el rojo intenso de la pasión: “La llama doble”, de Octavio Paz…

La sutileza de Diderot para prevenir los movimientos de una personalidad fatalista: “Ya estabas aquí antes de entrar y cuando salgas no sabrás que te quedas.”

A Wittgenstein, porque fue un filósofo que dudó de sus propias ideas y resolvió ser un soldado más en la Primera Guerra Mundial; después, ser maestro de escuela rural; luego, ser enfermero en la Segunda Guerra Mundial; después, visitar personalmente la Unión Soviética para saber lo que era… Parece que murió “creyendo” en la inexistencia de una “verdad”, en la infinitud de búsquedas y en el desarraigo de Dostoievski…

El “Tratado de semiótica general”, de Umberto Eco, porque desnuda la naturaleza falaz del lenguaje, que lejos de dar cuenta de “la realidad”, es un Sistema cultural de símbolos que buscan “significar”, creando “realidades” – “mintiendo”, dice literalmente Eco…

La música, que me hace comprender por qué los filósofos más escépticos pueden perder la fe en todo, menos en Bach… Y amo también el silencio, ajeno a esas avenidas orgullosas, tan ciegas en su ruido, que solo sirven para recordarme que debo perderme en el universo sin destino de calles adyacentes, calladas, ausentes…

A Chopin, fracturado entre su amor musical por la poetisa George Sand y su amor musical por la esperanza de una Polonia libre…

A Diógenes, “El Cínico”, que se burla del mismísimo Platón, cuando lo ve comiendo en un banquete de manera frugal, y le pregunta si viajó hasta Siracusa sólo para aprender a disfrutar un racimo de uvas…

A Carlos Fuentes, porque Felipe Montero duda en la inhóspita penumbra de la casa de Consuelo Llorente, hasta que ve los maravillosos ojos de Aura, y comprende en un solo instante que no podrá irse nunca más de allí…

“El beso”, de Chejov, por aquél joven militar, que vive de la ilusión de volver a ver a su musa casi irreal, y que no asiste a un banquete oficial para quedarse a escribir un verso triste, mientras el azar, indiferente, dispone que ella reaparezca deslumbrante en el esplendor de un vals…

“El jardín de las dudas”, de Savater, porque Voltaire es la inspiración más traviesa de La Ilustración…

Al Lenin de los últimos días, que completamente paralizado, sin poder articular palabra, señala con desesperación los libros de Yuli Mártov, su adversario menchevique…

“Esferas”, de Peter Sloterdijk, que refleja una vez más el valor relativo de las ideas, porque las remite a contextos específicos…

A Heráclito, que se ríe del folclore de su vecindario, y establece una verdad universal: “Nadie baja dos veces al mismo río”

A Eckhart, que siendo uno de los teólogos más respetados de la iglesia medieval, se atreve a decir misteriosamente que entre el cielo y la tierra existe la misma distancia que hay entre la Deidad y Dios, provocando la ira de la Santa Inquisición… (Cuentan también que dijo que los diablos son ángeles que vendrán a liberarnos…)

A Diego Rivera y Frida Kahlo, por aquél momento en el que esperaron con emoción y nerviosismo a Trotski en México, después de que el mundo entero, intimidado por Stalin, no quería otorgarle Asilo Político…

Al Sócrates que no se doblega ante las verdades de Plaza, aunque después acepte la sentencia de los Comisarios del Ágora y beba el veneno de una planta umbelífera, más por cansancio existencial que por sumisión institucional…

A Wilde, ¡tantas veces Wilde!, que me hizo comprender una de las verdades más cotidianas y desapercibidas: “Un cínico es aquel que sabe el precio de todas las cosas y el valor de ninguna.”

A Spinoza, que piensa que todo lo que existe es una potencialidad de Dios, y que es excomulgado a los veinticuatro años por escribirlo, con un decreto clerical que dice: “Maldito sea de día y maldito sea de noche, maldito al acostarse y maldito al levantarse, maldito sea al entrar y al salir. No quiera el Altísimo perdonarlo, hasta que su furor y su celo caigan sobre este hombre; lance sobre él todas las maldiciones escritas en este libro; borre su nombre de debajo de los cielos; y sepárelo, para su desgracia, de todas las tribus de Israel, con todas las maldiciones de la Alianza, escritas en el libro de la Ley. Pero vosotros, que permanecéis unidos al Altísimo, vuestro Dios, todos vosotros estáis vivos. Se advierte que nadie puede hablar con él de palabra ni por escrito, ni hacerle ningún favor, ni estar con él bajo el mismo techo, ni acercarse a menos de cuatro codos de él, ni leer nada compuesto o escrito por él.”

A la ingenua trotskista que cae seducida en los brazos del carismático Ramón Mercader, quien sólo tiene interés en la relación para ingresar en el entorno de Trotski y asesinarlo por encargo de Stalin…

La “Historia de la filosofía occidental”, de Bertrand Russel, en sus Dos Tomos, porque he podido confirmar en sus páginas que no es casual que se trate de la obra que elegiría Borges para quedarse solo en una isla…

A Marx…, pero a Groucho, el comediante, claro…, que advierte que jamás pertenecería a un club en el que se acepten a socios como él…

A Engels, cuando plantea que las ideas evolucionan pero los nombres de los partidos políticos quedan…

“La era de las ideologías”, de Karl Dietrich Bracher, porque demuestra con lucidez que el fundamentalismo político es lo mismo que el fundamentalismo religioso, con sus propias inquisiciones modernas…

El momento en el que Borges dijo que si “Las mil y una noches” se hubiera escrito en el marco de la cultura occidental perdería gran parte de su magia, porque tendría un título muy pobre y burocrático: “Las mil noches”

A María Casares, que una noche de insomnio, fue la musa que acompañó a Camus mientras escribía el borrador final de su último libro…

A Robert Service, cuando llega a la conclusión que la megalomanía revolucionaria del siglo XX tiene un claro exponente en Trotski: “Él era una especie de planeta impersonal que creía que todo giraba en torno a su órbita gravitacional.”

A André Gide, porque una tarde cualquiera, Gerardo Lacase ve el retrato de Isabel y comprende que se trata de una emoción que no lo abandonará nunca…

A Proust, que alcanzó a penetrar más allá de los artificios de la palabra, cuando escribió melancólicamente: “…los ojos donde la carne se hace espejo…” (…para ver la profundidad del alma…)

A Gabriel René Moreno, porque su visión “conservadora” no hubiera tolerado jamás la demagogia crónica de la Universidad que lleva su nombre…

A Tucídides, que en su “Historia de la guerra del Peloponeso”, dice que esa guerra, las que hubieron y las que vendrán, aunque se disfracen de justificaciones éticas, sólo buscan encubrir la ambición de Poder…

A Horkheimer, que puede resumir el valor de toda su filosofía en una idea: “Cuando los hombres dejen de desfilar, entonces se realizaran también sus sueños.”

“La piel de zapa”, de Balzac, porque revela una verdad resignada: somos tiempo que se gasta.

A Vargas Llosa, porque no fue militante de la demagogia para ganar el Premio Nobel…

Al extranjero de Camus, ¡tantas veces Camus!, que antes de ser ejecutado tiene una sola convicción: “En cada uno de los cabellos de Marie hay más verdad que en todas las palabras del capellán”

“La hermenéutica del sujeto”, de Foucault, porque concluye que la inquietud fundamental del filósofo no es otra que la tarea compleja y peligrosa que nos legaron los clásicos: “Conócete a ti mismo.”

A Alcides Arguedas, porque sabía que su visión en “Pueblo enfermo” no sería nunca popular y que inclusive podía hacerlo merecedor de una bofetada (literal) en el Palacio de Gobierno…

A Cioran, ¡tantas veces Cioran!, porque su desarraigo no alcanza para liberarlo de la perfección de su prosa…

A Walter Benjamin, porque alcanza a llegar angustiado a la frontera de España escapando de la Segunda Guerra Mundial, aunque en ese momento se suspende sin fecha el ingreso de migrantes; entonces, luego de unos minutos de deliberación íntima, resuelve terminar con su vida para no entregarse a los nazis – al día siguiente, la Soberanía de ocasión, “normaliza el flujo de extranjeros”

A Protágoras, que elige naufragar en el mar, antes que exaltar la demagogia de alguna Plaza de Armas…

A Churchill, que sostiene, con su exquisita ironía, que la Historia le dará la razón, porque él se encargará personalmente de escribirla…

El desafío de Bukowski: “Encuentra lo que amas y deja que te mate”

A Dante, porque ubica con sutileza a los filósofos y a los poetas en un lugar confortable en el Infierno; y porque hace lo propio con Ulises, que también se atreve a navegar en aguas que están más allá de los límites conocidos…

A ese autor que no quiso que mi memoria registre su nombre, y que una vez dijo: “No me hablen de flores, ya fui jardinero.”

A Safranski, porque dice que la filosofía de Nietzsche -¡tantas veces Nietzsche! -, es el intento de mantenerse en la vida cuando la música ha terminado…

A Roland Barthes, porque logra dar cuenta de sí mismo con humor y sin pretensiones – ni siquiera le preocupa ser accesible.

A mi tatarabuelo, Andrés Ibáñez, que habrá presentido antes de ser fusilado lo que advierte Camus: un mártir puede ser olvidado o puede ser utilizado; comprendido, nunca…

A Solzhenitsin, porque demostró que un hombre inteligente solo puede sobrevivir con ironía.

El hilo de Ariadna para salir del laberinto, que, aunque resulte previsible, tiene cara de mujer… (…a Dante, que sólo llega al Cielo de la mano de Beatriz, sí…)

Fuente: Roberto Barbery Anaya