“Hola Lulú”

Nunca había entrado a un prostíbulo; 50 Bs. y, ahí estaba, entero, para mis ojos abiertos, como dos huevos fritos. “Me fui de putas” -como dicen en Madrid- por una noche. Una noche para mirar de cerca la tela y la entretela de un mundo sacado de la “otredad”. Un mundo aparte, regido bajo otros códigos, moral, y estética. Un mundo con impronta propia. La mayor de las reglas; la falta absoluta de reglas. Normas que se diluyen en una trama sin casillas; un puzzle donde todo se arma, y rearma de forma perpetua, hoy, y a través de milenios.

Como siempre, la sobrevivencia es el gran catalizador de los oficios más lícitos e ilícitos del mundo.



Lo íntimo, lo sórdido, lo cálido; y lo tormentoso. Ahí, me sumerjo -en la sala nadie respira siquiera- todos buceando por el palabrerío genuino, explícito y voraz del puterío. Ahí, un vestuario muestra, tapa, y esconde heridas. Un vestuario lleno de rendijas, por ratos hipnotiza, por ratos erotiza. Mundos secretos. Mundos implícitos. Todo ahí; para mí.

Me acomodé en un rincón, y, a los 10 minutos caigo -tobogán lúdico y alucinado- por las lianas de esta trama roja. Un whisky. Me tomo un whisky; y mis labios rojos, rojos, se meten en otros rojos; labios voraces que emiten palabras ajenas, y cada vez más rojas, que van y vienen; como el mar, como la pasión; “Hola”, me dice Lulú desde el escenario, nadie se da cuenta, pero ella me guiña cómplice, quiere que -yo periodista- atisbe su trama; plagada de trampas mortales. Me dejo mecer. Una trama colorida y honda. Como el amor. Como el buen sexo.

De pronto, un tema tan visto y revisto a lo largo de la historia; un tema ajado, hoy se me desnuda desde otra arista; una que recuerda mis aceras, el arenal de palabrotas rojas trepadas en las bardas de los barrios de la memoria, la pobreza del foco rojo y pelao; submundos preñados de arenales sórdidos, pero nuestros.

La prostitución dentro de estos ejes. En estos lares, tan de nadie.

Bueno, volviendo; ahí, a tres filas del escenario, las luces empezaron a hurgar mi ropa blanca. Impecable. Lino suelto. Desde este vaivén, mi blanco impoluto -ora rojo, ora negro- se mimetiza con la estética propuesta por Porfirio Azogue. Vaivén circense; extraordinaria propuesta escénica, lúdica. Las luces, siguen pintando mis trapos. Husmeo -como perro hambriento- las fisuras de la trama. Bebo hilos finos de diálogos bien tejidos; y bien pensados, que cuestionan mis lugares rojos y grises; diálogos que Oscar Barbery -dramaturgo eximio- lanza al corro, sin más, como sabe hacerlo, cuando larga a sus personajes a estas jaurías crueles, divertidas, y eróticas.

Las butacas emiten un ronquido desigual y permanente; la gente se mueve -incómoda- en su silla. Y, por entre este crujir, se filtra una gama de olores. Aroma a sexo pago inunda la sala. La puesta en escena consigue su cometido imprimiendo veracidad a la obra.

Entramos al cuarto del puterío. Una escenografía cabal, sin excesos, con un estrafalario y pertinaz uso de micrófonos y videos que nos desplazan a la cárcel, cuarto y casa donde mora el culto al sexo.

Las actrices desparraman palabras con olor a perfume barato; con sobriedad única. Cada movimiento, cada gesto invita, y duele.

Madame Sui de Augusto Roa Bastos; llega a mi memoria y me persigue. Imágenes de ese erotismo pulcro. Tenaz. Sui, se erige en mi memoria. Imbatible.

Pero avancemos; fui también Guillermo, el hombre impotente, hecha carne por el gran actor Carlos Ureña; a través suyo fui su impotencia, su lenguaje atragantado de tanto “no dicho”. Fui ese hombre tibio, pulcro y cabal, que no se sale jamás de su horma. Un personaje sólido que sabe que si se desliza un ápice de su territorio, jamás encontrará el camino de retorno.

Fui ese hombre sin retorno. Y, fui la alegría fresca y zafada de las prostitutas, putas con cancha, y putas recién emputecidas. Bramando humor y dolor por las venas. Desafiando a un sistema cómplice, que además de juzgarlas, les niega -con cinismo latente- otras opciones de vida.

Ahí, vi y conocí la ajada dignidad de las damas de la noche. Damas, con poquísima ropa. Pero damas. Dueñas de su dolor, y su goce. Dueñas de un destino amargo, como el buen café.
La humanidad late en ellas.

Empezamos a amar a Lulú, cuando se encienden las luces. Absortos aplaudimos. Una apuesta osada. ¡Salud! Sin persianas; ni falsa moral.
Sirvan el whisky. Habemus teatro, en serio.
Chapeu.

 

Patricia Gutiérrez Paz