Resulta difícil borrar de la memoria colectiva, la confirmación del síndrome respiratorio agudo grave (SARS-CoV-2); enfermedad que causa el coronavirus, cuyas consecuencias aún seguimos experimentando. El brote de esta familia de virus tuvo su origen en diciembre de 2019, en una remota ciudad de China, Wuhan. En marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud declaró el brote del Covid-19 como pandemia.
A más de un año de esta pandemia, la ciencia avanzó favorablemente para mitigar y contener en parte, los altos niveles de mortalidad y desolación provocada por el virus en las distintas naciones del mundo; siendo las vacunas la mejor probabilidad de enfrentar con mayor firmeza la letalidad del virus.
Las vacunas desarrolladas permitieron ralentizar las ingentes cantidades de pérdidas humanas que nunca discriminó sexo, edad, credo, nivel cultural o económico; pues más allá de estas superfluas categorizaciones, ha evidenciado la fragilidad de la vida; cuyo transitar cotidiano se asemeja a una especie de “ruleta rusa”, dado que continuamente estamos expuestos a posibles contagios. Todo ello da cuenta de un peregrinar en los mares de la más profusa incertidumbre, crisis y temores insospechados. Cuál dura lección aprendida, sitúa en la cúspide de prioridades valóricas la vida, la familia, los amigos y la comunidad frente a otras banalidades circunstanciales.
Más allá de las marcas de vacunas que llegaron al país, entendimos que ellas ofrecían al menos mayores probabilidades de afrontar con mayor expectativa la letalidad del virus, el ir reduciendo las posibilidades de recurrir continuamente a los nosocomios de salud por atención médica de emergencia dada la gravedad del contagio viral experimentado o, quizá, en el mejor de los casos, abrigar la esperanza de una pronta solución definitiva a esta pandemia mundial.
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Quedó en segundo plano averiguar los efectos colaterales que podrían generar la administración de las dosis de esquema completo (dos vacunas) en el organismo; pues cada uno reacciona de modo diferenciado ante la inoculación, lo cual es ampliamente comprensible y se encuentra dentro del rango de posibilidades clínicas debidamente controladas. De hecho, la vacunación no solo representa una forma sencilla, inocua y eficaz de protección contra el virus antes de ingresar en contacto con ella, sino principalmente permiten activar las defensas naturales del organismo para que aprendan a resistir la infección, así como fortalecer el sistema inmunitario, mediante la producción de anticuerpos cuando se está expuesto a la enfermedad.
Si bien las vacunas contienen microbios (virus o bacterias) muertos o debilitados, bajo ninguna circunstancia podrían causar enfermedades o complicaciones en el organismo; por lo que no existe razón fundada que ponga en tela de juicio su aplicación masiva, dada la necesidad y efectividad demostrada a la hora de reducir sustancialmente los altos índices de letalidad que dejó el virus antes de su administración.
De acuerdo al portal oficial de la Organización Mundial de la Salud, hasta el 14 de enero de 2022, se han registrado 318.648.834 casos confirmados de Covid-19, incluidas 5.518.343 muertes notificadas. Asimismo, se ha logrado administrar un total de 9.283.076.642 dosis de vacunas.
Más de uno de aquellos que ya no están con nosotros, desearían tener la oportunidad de contar con el suministro de vacunas que hubiesen inducido a la inmunidad contra el virus SARS-Cov-2.
Queda la esperanza que el ser humano comprenda que más allá de las presiones y obligatoriedades, está el respeto a la vida del otro semejante que está expuesto al riesgo latente de contagio y el exponer innecesariamente a grupos con mayor peligro de presentar síntomas graves como los profesionales de salud, ancianos, niños y personas con enfermedades de base. Por todo ello, vacúnate en memoria de aquellos que no tuvieron la esperanza que brinda la inoculación y, desgraciadamente, ya no están con nosotros.
Mgr. Marcelo Chinche Calizaya
Catedráticio universitario e investigador