El laberinto del tiempo: Bajo el manto del inquisidor


 

Cuentan las crónicas del 31 de julio de 1826, que Cayetano Ripoll, un profesor del barrio de Russafa, en Valencia, España, sería la última víctima en ser condenada por la Junta de Fe. La Santa Inquisición española, que había atemorizado –con una muestra de profunda intolerancia– a la población por más de tres siglos y medio, terminó por ser abolida el año 1834, luego de un largo proceso iniciado por la revolución liberal que se encargó de desmantelar las instituciones del Antiguo Régimen contrarias a la ilustración y las libertades individuales.



El Santo Oficio de la Inquisición, fue una herramienta al servicio del poder, inspirada en un ideario religioso antiguo, reflejo de la mentalidad que tenían las personas de las sociedades cristianas de la época y que terminaría por extender sus brazos a través del Atlántico, a las regiones del nuevo mundo. Esta práctica alentó la idea de que las juderías españolas provocaban la miseria cotidiana de gran parte de la población cristina, aspecto que comenzó a amplificarse a través de una mala propaganda antisemita, misma que, promovida por el miedo, derivó en el hecho de que varias familias de judíos se acogieron a un proceso de conversión cristiana, forzada, convirtiéndose en una facción de <<cristianos conversos>> que no era aceptada por los “cristianos” más viejos, lo que sirvió de excusa para iniciar un proceso inquisitorial.

Para el año 1481, se dictó el primer “auto de fe” en Sevilla, declarando culpables a los seis primeros “cristianos conversos”, acusados de seguir realizando prácticas judaizantes, por lo que fueron condenados a ser quemados vivos. Para los Reyes Católicos, estas cifras resultaban ínfimas, por lo que decidieron nombrar a Tomás de Torquemada como Inquisidor General de Castilla. En menos de diez años, Torquemada había llevado a la hoguera a miles de personas, extendiendo el régimen del terror por toda la península y ejecutando a más de cinco mil “judíos conversos” y reconciliando a otros veinte mil hasta el año 1530 (datos recogidos por el inquisidor del tribunal de Sevilla, Diego López de Cartagena).

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Entrado el siglo XVI, los brazos del Santo Oficio fueron ampliándose a otros grupos de protestantes y derivaciones ortodoxas. También comenzaron a perseguir a los hombres de ciencia, quemando y prohibiendo libros que a su modo de ver pudieran transmitir ideas heréticas, frenando el pensamiento y el desarrollo cultural ibérico.

La diversidad de grupos a los que perseguía la “Santa Inquisición”, abarcó a blasfemos y personas que hablaban palabras malsonantes, adúlteros y bígamos, mahometanos, judíos conversos, luteranos, heterodoxos, sodomitas, contrabandistas de monedas, gente acusada de brujería y supercherías, entre otros, que de acuerdo a lo que señala Joseph Pérez, hasta el siglo XVIII, sumaron una cifra que rondaba los 125.000 procesados.

El prolongado tiempo en que El Santo Oficio de la Inquisición se mantuvo vigente, sólo es explicable a partir del apoyo que recibía del poder. Los monarcas y la Iglesia insistían en mantenerlo, por ser contrario a todo lo que propugnaba la ilustración y el liberalismo; era en suma, el símbolo del antiguo régimen que había dominado Europa durante siglos. Estuvo sustentada por una jerarquía obcecada con establecer mecanismos de control a partir de propuestas basadas en dogmas y creencias religiosas.

Valdrá la pena pensar acerca de que si, ¿Estamos seguros de que no exista actualmente una variante moderna del Santo Oficio? Cuando nos encontramos en la tesitura de que “cualquier expresión verbal o escrita de nuestra vida (pública o privada) es perseguible, punible, criticada, cuestionada, sancionada con “auto de fe”. Resulta pavoroso pensar en que algo así suceda; un tribunal inquisidor convertido en mecanismo de control, acusa, persigue, define lo que es correcto o no, juzga y castiga la herejía, la disidencia, ante una denuncia hostil de manera directa o indirecta, promovida por odio o violencia, en contra de una creencia, ideología, raza, nación, etc., sin ninguna garantía.

Afortunadamente la historia no se repite, aunque es cierto, que la humanidad parece acostumbrada a cometer casi siempre los mismos errores. La encrucijada entre la historia y la actualidad, obliga a la reflexión acerca de diferentes temas, planteando interrogantes que deben ser absueltas de manera independiente. Sólo entendiendo y aprendiendo del pasado, se puede aspirar a construir un futuro donde la tolerancia y el respeto a la diversidad, permitan vivir en sociedades justas y libres.

Por: Carlos Manuel Ledezma Valdez

ESCRITOR, INVESTIGADOR, DIVULGADOR HISTÓRICO

CONSULTOR DE COMENIUS S.R.L. INGENIERÍA DEL APRENDIZAJE

Fuente: Eju.tv