La trampa de la resiliencia


Cuando la resiliencia se vuelve una orden moral y la inteligencia artificial reemplaza al cuidado, lo humano se diluye entre frases motivacionales y diagnósticos automatizados. Este artículo propone repensar nuestra relación con la tecnología desde una ética del acompañamiento y una política de la compasión.

Fuente: https://ideastextuales.com



Hay palabras que relucen como soluciones, pero funcionan como cerrojos. “Resiliencia” es una de ellas. En el altar de la autoayuda contemporánea, se la venera como virtud suprema: adaptarse, resistir, rehacerse. Pero esa luz tiene sombra. Como lo expone Miguel Alexandre Barreiro-Laredo, el mandato de ser resilientes ha desplazado el derecho al malestar. Se nos enseña a gestionar nuestra tristeza, no a interrogar sus causas. A adaptarnos al dolor, no a transformarlo.

Martha Nussbaum, en su defensa del humanismo como proyecto educativo y moral, sostiene que la compasión requiere comprender el contexto del sufrimiento ajeno. Pero el discurso actual sobre el bienestar ha privatizado el sufrimiento. Cada angustia es un fracaso personal, cada lágrima, una debilidad que debe corregirse con yoga, meditación o un chatbot que prescribe gratitud. No se pregunta por qué la vida duele, sino por qué tú no sabes sonreír. La tristeza, diría Emmanuel Levinas, deja de ser un llamado del otro y se convierte en una falla del yo.

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En este contexto la reconfiguración del poder no ha hecho más que agudizar este conflicto existencial. El escritor bielorruso Evgeny Morozov ha descrito con agudeza la aparición de una nueva especie de élites: los oligarcas intelectuales de Silicon Valley. Hombres que no solo diseñan plataformas, sino que imponen visiones de mundo. No venden herramientas, venden futuros. No debaten realidades. Las reescriben, las colonizan con lógica estadística y optimismo algorítmico. Como si la inteligencia fuera predecir patrones y no comprender la ambigüedad de lo humano.

Esta colonización del sentido por lo técnico encierra una paradoja cruel. La tecnología, nacida para servir al ser humano, termina exigiendo que el ser humano se adapte a ella. La modernidad corre el riesgo de fabricar individuos funcionales pero vacíos, capaces de rendir, pero incapaces de sentir con hondura. La resiliencia, en este escenario, no es virtud sino anestesia. Una orden silenciosa de sobrevivir en soledad.

Sin embargo, la tecnología no está condenada a ser enemiga del humanismo. Puede, si nos lo proponemos, convertirla en nuestra aliada. Lo que Barreiro-Laredo propone es una inteligencia artificial que no sea una suerte de simulacro de empatía, sino que funcione como infraestructura ética. Una IA que no optimiza individuos, sino que mejora contextos. Que ayuda a mapear la soledad, a visibilizar las brechas, a sostener la fragilidad sin patologizarla. Una herramienta para la justicia anticipada, no para el rendimiento emocional.

El humanismo, hoy, consiste en restituir la pregunta por el otro. No qué hacer con su tristeza, sino qué la causa. No cómo se adapta, sino qué estructura lo oprime. No cómo se supera, sino qué mundo lo aplasta. Porque, como enseñó Levinas, el rostro del otro no se interpreta, interpela.

En vez de algoritmos que nos digan cómo dormir mejor, necesitamos políticas que permitan descansar. En vez de frases como “tú puedes con todo”, necesitamos instituciones que no nos dejen solos cuando no podemos con nada. En vez de apps de felicidad, necesitamos barrios donde vivir con dignidad no sea un privilegio.

La resiliencia, si ha de existir, debe ser colectiva. Y la tecnología, si ha de ser útil, debe ser humilde. No como salvadora, sino como herramienta al servicio del vínculo. Porque, como diría Nussbaum, no hay libertad sin justicia emocional. Una sociedad verdaderamente sana no es la que produce más, sino la que cuida mejor.

Quizás haya llegado el momento de dejar de pedirle al ser humano que se adapte al sistema, y empezar a preguntarnos qué sistema merece al ser humano.

Por Mauricio Jaime Goio.