Fallecido a los 94 años, siete meses después que su esposa Barbara, durante su etapa como vice de Reagan cimentó su talla cuando asomaba la muerte.
George H. W. Bush, el presidente número 41 de Estados Unidos, murió el viernes a los 94 años. Tras de sí ha dejado un pasado de héroe de guerra, una exitosa carrera como hombre de negocios vinculado al petróleo y sobre todo una vida entregada a la política, vocación heredada de su padre y continuada por su hijo George W., presidente ocho años después que él, y Jeb, gobernador de Florida y rival de Donald Trump en las últimas primarias republicanas.
Sus grandes éxitos y fracasos, las luces y sombras de una trayectoria marcada por el final de la Guerra Fría entre su país y la URSS, han sido suficiéntemente relatados en las últimas horas desde que se conoció que había fallecido. Sin embargo, mientras se ultiman los detalles del funeral de estado con el que se le despedirá casi nadie parece recordar que pocos como Bush padre supieron hacer de esos escenarios luctuosos un lugar en el que dar la medida de su dimensión política y humana.
Todo comenzó durante su etapa como vicepresidente en las administraciones de Ronald Reagan. Bush, que tras ocupar cargos de responsabilidad con los Richard Nixon y Gerald Ford en los 60 y 70, llegó a la Casa Blanca formando tándem con el que había sido su rival en las primarias republicanas. Tenían visiones muy distintas sobre la política y la economía, y se miraban con cierta desconfianza, pero Reagan entendió que era mejor tenerle cerca siendo una figura con tanta fuerza en el Partido Republicano y experiencia en la Administración. Por su parte, Bush prefirió asumir un perfil bajo. Tenía poco margen de maniobra y no quería exponerse a situaciones en las que tuviera que criticar al actor metido a presidente. De ese modo gran parte de su agenda se circunscribía a acudir a actos en representación del gobierno. Entre ellos, numerosos funerales de estado.Tal fue así, que algunos humoristas comenzaron a hacer chistes sobre la pareja: si aparecía no era buena señal.
Fuente: revistavanityfair.es
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