Golpe de Estado y lealtad militar


Orlando Ochoa Terán

Venezuela Ayer en la madrugada, como resultado de una crisis que se inició el pasado mes de noviembre con protestas callejeras exigiendo la renuncia del primer ministro de Tailandia, el Ejército, bajo el pretexto de estabilizar el país, decretó la ley marcial tomando de hecho el control del gobierno. Un golpe de Estado. Las manifestaciones públicas habían arrojado un saldo de 28 muertes y centenares de heridos.

En un análisis de 145 conspiraciones, 109 atentados frustrados y 82 que lograron éxito, dos investigadores de la capitalista teoría económica del conflicto de Oxford, Paul Collier y Anke Hoeffler, coinciden con Carlos Marx que en toda rebelión, golpe de Estado o guerra civil, las causas son económicas.



Conforme a esta moderna teoría los países que derivan una participación importante de sus ingresos de un solo renglón de exportación están en alto riesgo de golpe de Estado o guerra civil. Un 26% del PIB que derive de un solo renglón de exportación provoca un nivel de riesgo de conflicto de 23%. Países sin un renglón primario de exportación, el riesgo de conflicto desciende a 1%. Algunos politólogos como James Fearon, creen incluso que esta relación de renglón primario y riesgo de conflicto está confinado sólo a países petroleros. Conforme a este baremo de la teoría económica del conflicto, Venezuela es un país que se desliza hacia una rebelión popular, un golpe de Estado o una guerra civil.

Los árbitros

Las corporaciones militares tienen tres importantes ventajas políticas sobre las organizaciones civiles para intentar con éxito un golpe de Estado. Superioridad organizativa, un estatus simbólico emocional y el monopolio de las armas. Por eso, bajo la argucia de ley y orden, dominan fácilmente en sociedades atrasadas. El problema es que la formación jerárquica y la estricta obediencia separan a los militares, no sólo de la sociedad a la que sirven, sino de los miembros de su propia comunidad. Entre un soldado o un oficial de baja graduación y un general existe una barrera más férrea que las diferencias de clases sociales. La especie bolivariana de que los militares son “pueblo con uniforme” es una falacia. Basta ver en acción a los generales Rodríguez Torres, Quevedo y Benavides para advertir que para ellos “pueblo” se reduce a una masa amorfa de adeptos.

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De esas características se derivan dos debilidades políticas intrínsecas de los militares en el poder que no puede ser más obvia en esta atribulada revolución bolivariana: ostensible incapacidad para administrar sociedades complejas y la carencia de legitimidad para gobernar bajo el implícito o expreso uso de las armas. Al momento que el comandante Hugo Chávez asume el poder, su única experiencia gerencial había sido administrar la cantina de una pequeña unidad militar en un pueblo de los llanos. Así llegan al gabinete innumerables chafarotes bolivarianos.

Crisis y militares

El obstáculo más serio de los gobiernos autócratas para enfrentar una revuelta popular, tal como ocurre en Venezuela, es convencer al ejército para reprimir. La tendencia natural de oficiales y soldados es no correr riesgos de ser asesinados o eventualmente ser juzgados por violación de DDHH. Para eludir este escollo los gobiernos autócratas acuden a incentivos económicos de las fuerzas militares y policiales. Pero el caso es que estos generan una dinámica que incrementa automáticamente la represión al tiempo que refuerza la causa de los rebeldes y en general proporciona una justificación conveniente en la percepción pública acerca de las injusticias que originan la violencia para continuarla.

Otro recurso que los gobiernos represivos repiten inveteradamente, como se ha visto en Venezuela, es acudir a grupos de choque o paramilitares que actúan bajo estos incentivos para realizar actos violentos y atribuírselo a rebeldes sin calcular que casi siempre devienen en un problema más serio; su posterior incapacidad para controlarlos. Esa fue la experiencia del 27F y el Alto Mando del Ejército.

Las crisis pues son sólo síntomas de serias falencias económicas que subyacen en el tejido social que provoca el enfrentamiento entre gobierno y sectores sociales descontentos que han visto frustradas sus esperanzas. Como los autócratas saben que estas crisis conducen a movimientos de fuerza, los autores Paul Collier y Anke Hoeffler, admiten cierta dificultad de distinguir entre una conspiración real del subterfugio de inventarlas para justificar la prisión de adversarios. Es común, agregan los autores, encontrar “regímenes represivos con una particular inclinación a inventar golpes de Estado”.

No es extraño pues que gobiernos en crisis acudan a la paradoja de la conspiración de civiles al tiempo que proclaman que los militares son leales hasta que, como solía decir Luis Herrera Campíns con sorna, dejan de serlo.

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