Álvaro Vargas Llosa
Ya es un logro considerable para los extremismos europeos que el asunto preponderante de la campaña electoral de cara a los comicios para el Parlamento Europeo de este fin de semana hayan sido ellos mismos. Ni la desacompasada recuperación económica, ni la composición de la nueva Comisión Europea, ni el rediseño -por ejemplo- del sistema financiero, sino cuán numerosa será la bancada de los partidos “antisistema”. ¿Superarán, en conjunto, los 25 escaños necesarios para formar un bloque político, recibir importantes subvenciones estatales y tener derechos significativos de palabra? ¿Llegarán a 35 o 37, como vaticinan algunos sondeos? ¿Será cierto que el Frente Nacional de Marine Le Pen, el UK Independence Party de Nigel Farage y el Partido de la Libertad de Weert Gilders serán los más votados en Francia, el Reino Unido y Holanda?
Un síntoma de la magnitud del problema son los ríos de tinta que han corrido para convencer al público de que se está sobredimensionando al populismo “antisistema”. Y no es que los argumentos sean malos. Es cierto que las grandes corrientes -agrupadas, a escala continental, en el Partido Popular Europeo, la Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas, y el Grupo de la Alianza de los Demócratas y Liberales por Europa- obtendrán cerca de dos tercios de la votación. También es cierto que las reglas -el Parlamento Europeo no puede tomar una iniciativa legislativa ni decidir en materia de impuestos o normas laborales- impedirán que la importante representación populista mande mucho. Y, por último, no deja de ser verdad que entre unos y otros -por ejemplo, entre el neofascista Amanecer Dorado en Grecia y el euroescéptico Ukip británico- hay un golfo de diferencias. Pero seamos serios: cuando un tercio de los votantes de una zona civilizada del mundo repudian lo que entienden por “sistema” y están dispuestos a avalar a grupos y líderes populistas con diverso grado de propensión autoritaria, intervencionista o xenófoba, algo importante sucede.
Una manera de medir el impacto es ver hasta qué punto los partidos contra los cuales estos grupos han insurgido están haciendo suya parte de la plataforma programática, o al menos del discurso, de los extremistas. El proteccionismo del Ministro de Economía galo, Arnaud Montebourg, azote de cuanta empresa extranjera invierte en su país, tiene poco que envidiar al “proteccionismo inteligente” del que habla Marine Le Pen, la carismática líder del Frente Nacional y crítica implacable de la globalización. De igual forma, la propuesta del ex Presidente Nicolás Sarkozy de suspender el Tratado de Schengen y sustituirlo por un nuevo acuerdo, en el que sólo participen los que compartan una política migratoria excluyente, se hace eco del rechazo de Le Pen a la actual política migratoria y su insistencia en la “preferencia nacional”.
En el Reino Unido, pasa otro tanto con el euroescepticismo de Nigel Farage, que encabeza los sondeos. Se trata de un ex conservador que rompió con los “tories” por su política hacia Europa, de por sí altamente reticente, como lo sabe cualquiera que haya prestado atención a los permanentes roces entre Londres y sus socios de la Unión. A medida que Farage y su UK Independence Party han ascendido -obtuvo un 25 por ciento de los sufragios en varias circunscripciones donde compitió en las municipales-, el tono euroescéptico de los conservadores se ha endurecido. Ni siquiera el ofrecimiento del primer ministro David Cameron de llevar a cabo un referéndum sobre la pertenencia a Europa hacia 2017 ha bastado para tener quieta a la base y a muchos de los parlamentarios de su propio partido. Farage ha logrado correr a su antigua agrupación hacia el nacionalismo y agrietar aun más a los “tories”.
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En Holanda, el efecto “Geert Wilders” no ha sido menos impactante. Fue parte de una coalición de gobierno: gracias a él, los liberales se sostuvieron en el poder durante dos años. Por tanto, ha tenido mayores oportunidades de influir en el “mainstream” y en el Estado. Hoy, encabezando las encuestas para el Parlamento Europeo por una nariz de ventaja sobre su más cercano competidor -los propios liberales-, puede jactarse de haber inclinado a casi todo el “establishment” holandés hacia el endurecimiento de la política migratoria y una mayor distancia frente a Bruselas. Encabeza también las encuestas nacionales, de modo que se convertiría en el grupo con más asientos en el Parlamento holandés si las elecciones generales fuesen hoy. Todo esto ha producido una ósmosis ideológica notable, pues los partidos principales se han llenado de críticas a Europa. Las de izquierda apuntan al carácter demasiado “liberal” de la UE y las de derecha, al intervencionismo.
Las reglas dicen que se necesita un mínimo de 25 escaños repartidos entre por lo menos siete países miembros de la UE para formar un bloque político en el Parlamento. Es altamente probable que los “antisistema” lo logren. Por lo pronto, sólo el Frente Nacional francés y el Ukip británico amenazan con obtener más de 15 escaños cada uno (en el caso de Ukip, más de 20). Y hay suficientes países como para completar el requisito mínimo: en dicho bloque estarían el Frente Nacional francés, el Ukip británico, el Partido de la Libertad (¡auch!) holandés, la Liga Norte italiana, el Partido de la Libertad (¡otra vez auch!) austríaco, el Vlaams Belang belga, el Partido Nacional de Eslovaquia, los Demócratas Suecos y el Jobbik húngaro. Aun si algunos prefirieran abstenerse de participar -por ejemplo, el Ukip de Farage, en vista de la distancia que éste ha tomado respecto de Marine Le Pen para esquivar las acusaciones de antisemitismo-, sobran voluntarios. Pero es improbable que los roces entre extremistas y populistas prevalezcan sobre la ocasión única de bloquear gran parte de la legislación europea desde Estrasburgo y Bruselas (el Parlamento Europeo sesiona en ambos lugares) y de hacer mucho ruido juntos. No se puede descartar que obtengan incluso una vicepresidencia.
Que el Parlamento Europeo no tenga todavía poderes comparables a los de los parlamentos nacionales no quita un ápice de gravedad a lo que está sucediendo. De hecho, el poder de esta institución ha ido creciendo año a año, y ya puede aprobar o rechazar las leyes que propone la Comisión Europea y que afectan al conjunto de la Unión, así como interpelar o denunciar a cuanta figura eurocrática quieren y, por supuesto, hacer uso de un megáfono con cada vez mayor alcance. El propio Farage -que ya es un europarlamentario- ha logrado notoriedad con discursos flamígeros pronunciados desde su escaño, enfrentándose a políticos europeos que ocupan cargos continentales.
A medida que se han sucedido las elecciones para el Parlamento Europeo, la importancia de esta institución ha ido creciendo de manera directamente proporcional al descenso de la participación de los votantes. En 1979, la primera elección al Parlamento Europeo convocó un 62% de participantes, mientras que en la última sólo 43% de los votantes participaron. Pero la institución era insignificante en 1979 y esta vez jugará un rol nada menos que en la elección del presidente de la Comisión Europea, el brazo ejecutivo de Europa. En principio, es el Consejo Europeo -es decir, el conjunto de los jefes de gobierno- quien elige a la persona que preside la Comisión (en este caso, al reemplazante de José Manuel Durao Barroso). Pero el Consejo Europeo debe proponer el nombre del escogido al Parlamento Europeo. Esto ha sido normalmente un mero trámite; ahora, con el ascenso de los euroescépticos, las cosas han cambiado. Tanto los populistas “antisistema” -que rechazan a la Unión Europea o quieren modificarla radicalmente- como los euroescépticos moderados -que pretenden aumentar la rendición de cuentas y la separación de poderes en Europa- han dicho que harán valer el resultado de la elección a la hora de decidir. Los eurófilos, por su parte, no se oponen para no quedarse sin votantes.
Los populistas se opondrán a cualquiera que proponga el Consejo Europeo. Los demás exigirán que se tenga en cuenta el resultado de la votación, donde las corrientes que agrupan a partidos afines han elegido candidatos a la presidencia de la Comisión. El Partido Popular Europeo lleva a Jean-Claude Juncker (ex primer ministro luxemburgués) y los socialistas llevan a Martin Schulz (actual presidente, precisamente, del Parlamento Europeo). Aunque esta votación no es vinculante, cualquier intento del Consejo Europeo por desconocer olímpicamente el resultado de las elecciones en este aspecto crucial provocará una reacción en Estrasburgo y Bruselas. Por tanto, el Parlamento en el que los populistas tendrán en principio una muy importante presencia no es -y mucho menos será- cualquier cosa.
Un análisis somero arroja estas explicaciones razonables a lo que está pasando: la crisis económica que Europa arrastra desde hace seis años; las dislocaciones y choques culturales provocados por las migraciones internas de la EU a medida que se ha ido ampliando la membresía; la desafección de millones de votantes hacia sus instituciones representativas y sus partidos políticos; por último, las incertidumbres de un mundo global y competitivo en el que nada será como era. Lo que no está claro es en qué grado cada una de estas cosas gravita en la psicología de los votantes europeos de los partidos populistas, o si es la suma de todos la que ha operado en ellos ese desplazamiento anímico y moral hacia soluciones fronterizas con la ruptura total.
Complica mucho el análisis, por lo demás, el hecho de que haya países donde las condiciones parecían perfectas para la irrupción del populismo, como España, después de 2008, y ello no haya ocurrido. O que en otros, donde el buen comportamiento de la economía parecía un antídoto contra el contagio, como Austria, el populismo esté tan fuerte. Pero quizá estas no sean paradojas tan claras como parecen. En el caso español, todo indica que los nacionalismos poderosos y cada vez más contestatarios ellos mismos, especialmente el de Cataluña, han cerrado espacios a la aparición de grupos “antisistema” de envergadura. Y en el caso austríaco, si bien es cierto que la economía ha aguantado bien y el desempleo apenas alcanza al 4,9 por ciento de la población activa, los ingresos netos por trabajador son aún inferiores a los que eran en 1999, cuando entró en vigor el euro. Además, el nacionalismo populista ya era fuerte en ese país antes de la debacle de 2008, como lo atestigua la votación impresionante que obtuvo Jörg Haider en los años 90 y que fue motivo de una intervención política por parte de Europa.
En cualquier caso, el hecho de que Europa no esté a punto de volver a los años 20 y 30, los del ascenso del fascismo y el nazismo, no implica que algo muy profundo no esté sucediendo en una enorme porción de Europa. Y eso requiere una respuesta de los partidos y líderes que hasta ahora brilla por su ausencia.
El Diario Exterior – Madrid