Ya van a ser cuatro meses desde la elección presidencial en Venezuela, y todo el alboroto y la atención mundial que concitó se ha apagado.
Fuente: https://ideastextuales.com
Como sucede siempre, una nueva noticia reemplaza a la vieja y la sepulta con su alud de páginas escritas, fotografías, videos y el colapso de las redes sociales. A ojos de algún inexperto, pareciera que todo se hubiese normalizado. Pero no es así. Al final del día lo único tangible que obtuvieron los venezolanos con esta elección, además del descarado fraude y la autoproclamación presidencial de Nicolás Maduro, ha sido una tremenda represión sobre la población, que ha aumentado la cantidad de encarcelados por el mero acto de disentir. E incluso por puro azar. Por encontrarse en el lugar y momento equivocados.
La situación de los presos políticos en Venezuela es una herida abierta que expone no solo la violencia y el autoritarismo sistemáticos de un gobierno en crisis, sino también la desgarradora indiferencia internacional que permite que esta represión avance sin freno. Para miles de venezolanos encarcelados tras las protestas en contra del gobierno de Nicolás Maduro, la realidad de la cárcel es más que un acto de castigo. Es un sistema de control que usa el miedo, la violencia y la deshumanización como herramientas para disuadir cualquier forma de disidencia.
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Desde hace meses organizaciones de derechos, humanos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y el Foro Penal Venezolano, han venido documentando una alarmante situación en el país sudamericano. El hacinamiento, la desnutrición y la falta de atención médica son la norma, mientras los presos políticos languidecen sin protección ni recursos legales. Estos hombres y mujeres, muchos de ellos jóvenes, fueron detenidos durante manifestaciones y acusados de terrorismo, traición y otros cargos infundados que conllevan penas de hasta 25 años de prisión.
Las familias de los detenidos, muchas de ellas viviendo en la pobreza, enfrentan una constante incertidumbre y desolación. Relatos desgarradores de madres, padres y hermanos se multiplican en las redes y en las entrevistas con la prensa. Hijos que perdieron decenas de kilos en prisión, jóvenes que fueron brutalmente golpeados y obligados a confesar delitos inexistentes bajo coacción. Estos testimonios apuntan a un patrón de maltrato que se replica en las cárceles del país, donde las violaciones a los derechos humanos parecen haberse institucionalizado.
El sistema represivo venezolano no solo busca sofocar la disidencia, sino que se ha convertido en un instrumento de terror contra la ciudadanía. Según el testimonio de Gloria de Mees, relatora para Venezuela de la CIDH, el objetivo del encarcelamiento masivo es «crear miedo y silenciar a las voces disidentes para perpetuar al actual régimen en el poder.» Este uso de la represión como herramienta política se traduce en un proceso calculado de detención y criminalización, que incluye a menores de edad.
Desde el exterior, la respuesta ha sido tibia. La ONU y organizaciones internacionales han emitido resoluciones y expresado condenas, pero los esfuerzos de diplomacia y presión económica han sido limitados y, hasta ahora, inefectivos. Mientras tanto, el gobierno de Maduro desestima las denuncias y acusa a los observadores internacionales de estar al servicio de potencias extranjeras.
Esta falta de visibilidad en el escenario global es preocupante. A medida que la represión se intensifica y se institucionalizan prácticas de tortura, la comunidad internacional no parece dispuesta a aplicar una presión suficiente para que Venezuela revierta estas políticas. La ONU ha renovado recientemente el mandato de su Misión Internacional de Determinación de los Hechos sobre Venezuela, un paso que, aunque simbólicamente importante, difícilmente aliviará el sufrimiento de los presos políticos o detendrá las prácticas represivas.
El caso de Venezuela destaca un problema central en la geopolítica actual. La inacción ante abusos sistemáticos en nombre de la soberanía nacional. No es un secreto que los gobiernos autoritarios a menudo emplean el discurso de la soberanía como escudo contra la rendición de cuentas. En Venezuela, esto es dolorosamente evidente. La falta de presión eficaz para forzar el cambio refleja el desafío que enfrentan los mecanismos de derechos humanos en un mundo que tolera, a menudo sin disimulo, la represión a cambio de estabilidad política.
No solo los presos y sus familias están atrapados en esta crisis. El sistema judicial, controlado por el Poder Ejecutivo, ha sido instrumentalizado como herramienta de intimidación y represión. La justicia en Venezuela se aplica de manera discrecional, con jueces que imparten veredictos en juicios colectivos sin evaluar las pruebas individuales, y fiscales que dictan penas draconianas para disuadir las protestas. Bajo este sistema, el debido proceso es una formalidad vacía y los abogados de los detenidos enfrentan un entorno hostil que limita severamente sus posibilidades de defensa.
Las condiciones de detención, además, son una prueba de fuego para la resistencia de los presos y sus familias. Aquellos en cárceles como Tocorón y Tocuyito relatan la inactividad, el hacinamiento, la falta de higiene y la insalubridad. Algunos detenidos incluso enfrentan condiciones degradantes. Según informes, son forzados a hacer sus necesidades en bolsas plásticas o a dormir en colchonetas en el suelo sin cobijas. La violencia física, la tortura psicológica y la privación de atención médica básica se utilizan como métodos de control, exacerbando el ya de por sí precario estado físico y mental de los prisioneros.
La comunidad internacional no puede seguir ignorando la evidente normalización de la violencia estatal. Si bien las sanciones económicas y las declaraciones diplomáticas han tenido algún impacto, la situación demanda una presión más consistente y efectiva. Es vital que la Corte Penal Internacional y otros organismos de justicia internacional continúen documentando estos abusos y trabajen para que, algún día, se haga justicia para las víctimas de la represión estatal. Mientras tanto, la labor de las organizaciones locales de derechos humanos sigue siendo crucial para visibilizar lo que algunos prefieren mantener en las sombras.
Estamos ante una historia de valentía y resistencia, pero también de desesperanza. En un país donde el ejercicio de la libertad de expresión y el derecho a la protesta se pagan con la libertad y, en muchos casos, con la vida. Y, lo peor, con olvido e impunidad.
Por Mauricio Jaime Goio