Leer es un acto que parece sencillo, pero encierra la complejidad de siglos de cultura, historia y lenguaje. En el gesto cotidiano de deslizar la mirada sobre un conjunto de signos, se esconde un ritual profundo que ha definido al ser humano en todas sus épocas. Al abrir un libro, no solo nos asomamos a un mundo de símbolos, sino que accedemos a un universo donde las palabras, como ecos del pasado, nos permiten descifrar el presente y proyectar el futuro. La lectura es así un puente entre lo que somos, lo que fuimos y lo que anhelamos ser, un rito que nos conecta con nuestro entorno, con nuestra comunidad y con nuestras raíces más profundas.

El lector no es un mero observador de historias. Es un viajero que traspasa umbrales invisibles y habita otras vidas. Se convierte en héroe, traidor, víctima o testigo, asumiendo roles que lo confrontan y transforman. Cada lectura es un espejo que refleja nuestros miedos, deseos y contradicciones, un espacio donde la identidad se funde con la alteridad. Al sumergirse en el texto, el lector experimenta la paradoja de ser otro sin dejar de ser él mismo, moviéndose en una tensión que lo desafía y enriquece. Aquí, en este proceso, yace la verdadera magia de la lectura. Transformar sin destruir, enriquecer sin imponer.

Los avances en neurociencia han mostrado que leer reconfigura nuestra percepción y modifica el cerebro de formas fascinantes. Pero lo verdaderamente esencial trasciende la biología. Es la cultura del texto la que moldea nuestras conexiones, la que imprime sus significados y nos invita a habitar un tejido social que se renueva a través del relato. Leer, en este sentido, no es una experiencia aislada. Es un acto compartido que vive en la oralidad, en las historias contadas, en los debates y en los encuentros que genera. La lectura conecta a las personas, les da un lenguaje común y crea espacios donde se negocian significados, donde lo íntimo se convierte en colectivo.



Cada lector forma parte de una tribu, unida por la pasión por las palabras. Reunirse para compartir un libro, para discutirlo, para vivirlo, es revivir la tradición ancestral de sentarse en torno al fuego y contar historias. Las palabras escritas son las llamas que iluminan, que calientan, que transforman. Leer juntos es un acto de comunidad, un ritual que recuerda que, detrás de cada página, hay vidas, memorias y sueños que esperan ser reconocidos y abrazados.

La lectura, además, es resistencia frente al olvido y al paso del tiempo. En cada libro habita la memoria de quienes vivieron antes que nosotros y la promesa de quienes vendrán después. Leer no es solo un entretenimiento. Es una forma de sostener la memoria colectiva, de preservar las estructuras que nos sostienen y, al mismo tiempo, de reinventarlas. En cada línea, en cada palabra, se encuentra el eco de lo que fuimos y la semilla de lo que podemos ser.

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Pero leer no solo nos une con el pasado. También nos permite descubrir nuevas formas de ver el mundo, nuevas narrativas que desafían las verdades establecidas y nos obligan a confrontar nuestras propias certezas. La lectura revela la pluralidad de voces, la multiplicidad de perspectivas que pugnan por ser escuchadas. Es un recordatorio de que el mundo es vasto, que las historias no tienen un solo dueño, que hay un coro de relatos que esperan ser comprendidos.

Así, leer es un viaje por un mar de significados, un acto que nos vincula con un colectivo humano que, a lo largo de los siglos, ha tejido sus relatos y ha sido transformado por ellos. Es una llama que arde desde tiempos inmemoriales, una conexión con aquellos que, en torno al fuego, comenzaron a contar historias para entender lo que significa ser humano. En cada palabra, en cada libro, late el pulso de una humanidad que se descubre y redescubre a través de la lectura.

Por Mauricio Jaime Goio.