Pamplona estalla cada julio en una ceremonia donde el riesgo, el mito y la identidad se entrelazan en una danza peligrosa. Pero detrás del encierro y el vino, la fiesta de San Fermín guarda claves profundas sobre lo vasco y lo humano. El eco de un ritual arcaico que aún resiste la domesticación del mundo moderno.

Fuente: https://ideastextuales.com



La fiesta de San Fermín, celebrada cada julio en Pamplona, hunde sus raíces en una confluencia de tradiciones religiosas, comerciales y rurales propias de la Edad Media. En su origen, no era una sola celebración, sino tres: la festividad religiosa en honor a San Fermín, primer obispo de Pamplona y mártir cristiano; las ferias comerciales que reunían a campesinos, artesanos y comerciantes en torno al 7 de julio; y los festejos taurinos vinculados al mundo rural navarro.

Con el tiempo, estas tres expresiones fueron amalgamándose en una sola fiesta que contenía el fervor religioso, el bullicio del mercado y la emoción del toro, dando forma a una celebración singular que, desde el siglo XVI, comenzó a adquirir los rasgos que hoy la caracterizan.

=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas

Los famosos encierros, quizás el rasgo más distintivo de la fiesta, tienen su antecedente en las antiguas prácticas de traslado de toros desde los campos hasta la plaza de toros, donde serían lidiados. En tiempos medievales, los mozos ayudaban a conducir al ganado bravo por las estrechas calles empedradas de Pamplona, protegiéndolos y guiándolos con astucia y valor. Esta necesidad logística fue poco a poco impregnándose de un espíritu festivo y competitivo, hasta transformarse en un rito popular de riesgo, coraje y prestigio.

 Lo que comenzó como una rutina ganadera se convirtió, con el correr de los siglos, en una tradición profundamente arraigada, una coreografía peligrosa que conecta a la Pamplona contemporánea con su pasado rural y devocional.

Esta amalgama de lo sagrado y lo profano fue moldeando una festividad que, más allá de su raíz devocional, expresa la identidad colectiva navarra, narrada a través de este adrenalínico ritual. Correr junto al toro no es una locura de jóvenes viviendo intensamente. O al menos no es lo primordial. Tiene una lectura cultural. Esenfrentarse simbólicamente al caos y al destino, en una coreografía que remite a antiguos cultos paganos, y que reafirma la pertenencia a la comunidad.

Hay fiestas que se celebran. Y hay fiestas a las que se sobrevive. San Fermín pertenece a la segunda categoría. No es un evento turístico ni un desfile folclórico. Es una catarsis colectiva donde el cuerpo, el miedo y la repetición construyen sentido. Durante nueve días de julio, los relojes se detienen para que a las carreras la comunidad demuestre que no ha renunciado a reafirmar su pertenencia al territorio y a sus mitos milenarios.

Todo comienza con un cohete, el chupinazo, que rasga el cielo y enciende la ciudad. A partir de ahí, el mundo se transforma. Mozos vestidos de blanco y rojo, cánticos, danzas, el cuerpo del toro como presencia sagrada. Para entender San Fermín no basta con mirar. Hay que participar del vértigo, o al menos aceptar que en su esencia hay algo que resiste cualquier explicación práctica.

La conexión entre el santo y los encierros no es litúrgica, sino simbólica. Lo religioso se mezcla con lo  profano, lo sagrado con lo pagano. El resultado es una celebración donde la religiosidad popular se expresa más en la intensidad de la experiencia que en los dogmas. Como en tantas fiestas de raíz mediterránea, lo importante no es el credo, sino vivir la intensidad del momento.

El encierro es un enfrentamiento con lo arcaico. El toro no es solo un animal, sino una figura mítica, cargada de fuerza telúrica. Correr junto al toro, y no contra él, es una forma de medir el pulso a la muerte sin caer en ella. El que corre no quiere matar, ni ser matado. Quiere sentirse vivo en el filo exacto del peligro, como si el rozar el abismo le despertara una conciencia más nítida de pertenecer a ese mundo.

Algunos antropólogos vinculan este tipo de prácticas con los rituales de iniciación de sociedades arcaicas. El joven que se enfrenta a la bestia para demostrar su valor, para cruzar una frontera simbólica. Lo que en otras culturas se llama rito de paso, en Pamplona se da cada mañana, a las ocho, cuando los mozos se santiguan y el toro sale.

Hoy, San Fermín se ve en directo por televisión. Se multiplica en reels y hashtags. Se discute en redes. Y, sin embargo, resiste la lógica del espectáculo. Porque el encierro, a pesar del merchandising, no puede ser domesticado del todo. Hay allí un margen de drama que no se deja controlar: la posibilidad real del dolor. La amenaza de la cornada.

En ese sentido, San Fermín es uno de los últimos rituales europeos donde el cuerpo aún importa. En un mundo obsesionado con la seguridad y la corrección, esta fiesta plantea otra ética. La del riesgo consentido, la de la comunión sin anestesia, la de la muerte como posibilidad real.

Al final de la fiesta, cuando se apagan los tambores y las peñas recogen sus pañuelos, queda una sensación extraña. La de haber asistido a algo que trasciende la fiesta. Como si durante unos días se hubiese abierto una grieta en el tiempo. Una oportunidad de tocar el fuego.

San Fermín no es el pasado. Es un tiempo ritual que cada año interrumpe la rutina cotidiana. Mientras siga existiendo, mientras el toro corra y el hombre decida enfrentar su miedo, el tiempo se detendrá durante una semana para reafirmar que la comunidad sigue viva. Gora San Fermin.

Por Mauricio Jaime Goio.