Los herreros del tambo Santiago, hombres de metal

La mayoría de ellos ha heredado el oficio de sus padres y abuelos, y se niegan a desaparecer. Hoy afilan puntas de picotas y barrenos. Cosme Aguilar es uno de los más antiguos.

FOTOS VÍCTOR GUTIÉRREZ / PÁGINA SIETE. Marcos, uno de los herreros que tiene su taller en el Tambo Santiago de la ciudad de La Paz.
Ivone Juárez /  La Paz
El hombre jala con el pie una especie de pedal que pende de una cadena metálica gruesa. Cada vez que  realiza ese movimiento  hace funcionar el fuelle, una especie de ventilador que lanza aire a la fragua, ese  pequeño fogón donde el carbón, debido al aire que recibe, arde y se convierte en fuego. En medio del fuego candente hay un pedazo de metal que de tanto estar expuesto al calor se vuelve  rojo. Toma con una tenaza  enorme el hierro candente, lo deposita sobre el yunque, agarra  un combo enorme   y comienza a golpear con  fuerza, una y otra vez.
Cuando el hierro pierde ese color rojo deja de golpear. Vuelve a tomar las tenazas, agarra el metal y lo sumerge en un balde colmado de un agua turbia.
«Es  para templar el hierro, es el secreto para que no se remangue. Estoy forjando un cincel para albañil”, explica.
En medio de ese pequeño espacio donde forja el cincel, colmado de todo tipo de hierros y hojalata, parece  un personaje de la edad media detenido en el tiempo.
Se trata de uno de los herreros que se encuentra en uno de los tantos  callejones del tambo Santiago, ese laberinto de quioscos y talleres incrustado en medio de la zona de San Pedro de la ciudad de La Paz, entre las calles Isaac Tamayo y Sagárnaga.
El hombre tiene 20 años. Su nombre es Marcos. Heredó el oficio de su padre y de su abuelo, que son parte de la primera generación de herreros que se instaló en el tambo Santiago. Dice que es herrero desde los 10 años.
«Este oficio no muere porque la gente lo necesita. No lloverá todos los días, pero algo gotea”, dice Cosme Aguilar, otro de los herreros que trabaja en el tambo Santiago.
Igual que Marcos, Cosme también heredó la habilidad de su padre  y de su abuelo. La diferencia es que él lleva más de 30 años forjando el hierro. Comenzó con un taller en el tambo El Carmen, que estaba ubicado en la calle Max Paredes. Eso fue antes de que el lugar fuera derruido y convertido en un enorme y moderno edificio.
«Cuando tiraron el tambo El Carmen, donde estuve 26 años, me vine a trabajar al tambo Santiago. Estoy aquí desde hace seis años”, cuenta Cosme.
Recuerda que  cuando comenzó a  ejercer el oficio, ser herrero  «era otra cosa”  porque  implicaba forjar muchos objetos, incluso ventanas «engrapadas”.
«Uno tenía que idearse un tubo y poner el hierro y hacer puro engrapados, con platino. Era un trabajo de mucha fuerza, pero era arte,  ya no es así”,  comenta.
Añade que también se  forjaba patas de cabra  para los albañiles, quienes usaban la herramienta para   sacar clavos.
«Hacíamos picotas y chontillas para cuidar y cultivar los jardines. También forjábamos  estacas para sostener las chiwiñas de las vendedoras y para armar sombrillas. Fabricábamos  picotas de muelles y de resortes rotos de camiones, un material duro y muy fuerte. Ahora  hacen  la picotas  de platino”, cuenta.
En los tiempos de su abuelo, José María Aguilar, a principios del siglo pasado, y de su padre, Mariano Aguilar, los herreros forjaban un sinfín de objetos: puertas, ventanas, adornos,  clavos rústicos para fijar los portones y sus aldabas, y hasta herrajes.
«Mi abuelo nació en Coro Coro (centro minero de La Paz), también mi papá. Tenían su herrería en pleno centro del pueblo, donde los mineros encargaban sus trabajos”, recuerda Cosme. Cuando el abuelo Aguilar murió, heredó el taller a su hijo,  el papá de Cosme.
Oficio en la sangre
Cosme  no fue formado herrero por su padre porque éste murió cuando él era muy niño. «Creo que tenía unos cinco o seis años”, dice. Pero en su memoria quedaron las lecciones  de herrería que recibía su hermano mayor.
«Me acuerdo cómo mi papá le enseñaba a mi hermano el oficio. Como era aún niño, creo que tenía unos 10 o 12 años, lo hacía subir sobre cajas vacías de dinamita para que pudiera alcanzar al yunque y golpear con el combo el hierro candente”, cuenta.
Como si Cosme llevara el oficio en la sangre, cuando decidió dedicarse a la herrería la habilidad le salió «como si nada”.
«Sólo comencé a hacer lo que le veía hacer a mi papá”, afirma.
Con su habilidad y, sobre todo, responsabilidad con los tiempos de entrega, logró hacerse de una importante clientela.
«Trabajé con ingenieros y otros profesionales que venían a encargarme trabajo. Siempre he cumplido con los plazos”, dice el hombre que está a punto de cumplir 70 años y piensa, en breve, dejar el oficio que lo ayudó a salir adelante y  mantener a su familia.
«Es mejor tener un oficio, un negocio propio”, considera.
«Pero este trabajo es duro, muy sacrificado y mucha gente ya ha muerto”, añade inmediatamente.
Tras esa afirmación comienza a mencionar los nombres de algunos de sus colegas  que ya fallecieron.  Nombra a Juan Toqui, el peruano que practicaba la herrería «con tanta  destreza”, a Agustín Chambi, que tenía su taller en la Tarapacá, a Benedicto Coya, al que le decían  El Chuta.
«También estaban Gerardo, que venía desde Viacha; Alejo Achá,  Pedro Verástegui, que tenía su taller en la Max
Paredes. Todos han muerto”, dice.
Cuando rememora a la gente que trabajó con él se acuerda de ese chontillero zurdo que era tan hábil para forjar chontas. «Era un gordo muy fuerte, pero murió, tomaba mucho”, cuenta.

Fuente: paginasiete.bo