Nuevamente, el río San Juan motiva un enfrentamiento entre Costa Rica y Nicaragua. El pleito se originó en el curioso tratado de 1858, que atribuye a Nicaragua soberanía sobre todo el río fronterizo, en vez de la usual delimitación por la línea media o de la vaguada de un río compartido. En este mismo tratado se reconoce a Costa Rica el derecho de navegación.
Parecía, sin embargo, que las diferencias de interpretación del tratado fueron zanjadas en julio de 2009 con el fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, que ratificó la soberanía nicaragüense sobre el río y, a la vez, reafirmó el derecho de navegación de Costa Rica.
Se sabe, ahora, que queda un pequeño territorio (151 km2) en el delta del río que ambos países se disputan. Asimismo, que Costa Rica protesta por trabajos de dragado en el río –dirigidos por Edén Pastora, que fuera un disidente y que ahora se ha restituido al sandinismo– que le causa perjuicios.
Si éste fuera todo el problema, la solución hubiera sido sencilla. En lo fundamental –la soberanía y el derecho de navegación– hay acuerdo. Sobre el dragado, una comisión técnica internacional podría comprobar el perjuicio denunciado y, si lo hubiera, tomar las previsiones necesarias. Pero el embrollo se agrava con el despliegue a la zona de unidades del Ejército de Nicaragua.
Hay más: en las elecciones costarricenses de febrero de este año fue elegida la moderada Laura Chinchilla Miranda, del Partido Liberación Nacional, que triunfó sobre una coalición electoral de partidos y movimientos de tendencia populista, al estilo de los miembros de la Alternativa Bolivariana de los Pueblos de Nuestra América (ALBA), a la que pertenece el Gobierno de Daniel Ortega. Claro está que, a veces, el triunfo del adversario despierta afanes de revancha, en este caso fue de los sandinistas. No sería extraño que éste sea el verdadero origen del nuevo diferendo.
El problema se fue agudizando más: Costa Rica presentó el caso ante el Consejo Permanente de la OEA y pidió que se intervenga para que Nicaragua retire sus tropas de la zona e investigue la crisis fronteriza. El duelo diplomático, se dice, fue tenso. Al final –fuera de la práctica de varios años de adoptar decisiones por consenso- el Consejo aprobó una resolución por 22 votos a favor, 2 en contra (Nicaragua y Venezuela), tres abstenciones (Ecuador, Guayana y Dominica) y Bolivia decidió no votar, en la que se destaca el pedido de retiro de las tropas nicaragüenses de la zona del conflicto, se retomen las conversaciones bilaterales y se refuerce la cooperación contra las drogas, el crimen organizado y el tráfico de armas en el cordón fronterizo.
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Pero esto no quedó ahí. Ésta es la primera vez, desde el nacimiento de la ALBA, que se aprueba un proyecto objetado por los populistas y, lo que es más significativo, por Venezuela. El revés que recibieron es un aviso de que, con bravatas en el ámbito internacional, se fracasa. Pero, tozudo, Daniel Ortega, ante esta derrota diplomática, ha amenazado con retirar a Nicaragua de la OEA.
La OEA nuevamente ha sido puesta a prueba. La debilidad, la aceptación a los chantajes y la falta de mecanismos para imponer una decisión en favor de la paz y la restitución de derechos muestran el grave deterioro del más antiguo organismo internacional del mundo. Y vuelve, con Ortega, la vieja amenaza de Hugo Chávez: destruir la OEA.
El multilateralismo en América está en crisis.