La guerra de las palabras

Marcelo Ostria Trigo

MarceloOstriaTrigo Los modernos medios de comunicación transmiten las noticias con velocidad pasmosa y, con estas, llegan con la misma celeridad las agresiones verbales. Esto es preocupante cuando se trata de temas internacionales. La falta de respeto y la ausencia de sindéresis acaban con cualquier ánimo de concertación. Es que la injuria no sustituye al diálogo. Este es el caso del presidente de Venezuela, que arremete con sus diatribas contra todo lo que le incomoda. Por supuesto que tiene el derecho –derecho que no reconoce en los demás– de discrepar con las políticas que siguen otros países, de abjurar del capitalismo, de oponerse a las prácticas democráticas, pero no son aceptables el insulto y la calumnia ni los disparates como el que el terremoto que asoló Haití fue ocasionado por EEUU con un arma secreta; o que en Marte una civilización fue diezmada por el capitalismo. Si el comandante quiere, que cante en sus alocuciones o en sus conferencias de prensa, como lo hizo recientemente en Montevideo, junto al presidente José Mujica. Eso, aun siendo inusual –por no decir ridículo–, no hace daño; en cambio, la ofensa y la acusación mendaz agudizan los enconos.

De la misma manera, en nuestro caso llueven las agresiones verbales –hay también de las otras– a todo lo que se considera opuesto al ‘proceso de cambio’. Y no se libran de los denuestos los países que siguen caminos distintos al del ‘socialismo del siglo XXI’. Simultáneamente, con las agresiones verbales contra gobiernos y mandatarios se pretende ‘normalizar’ con los injuriados las relaciones bilaterales. No resulta consecuente negociar con el Gobierno de EEUU un convenio marco para esa normalización, e insistir en que, a través de sus organismos de cooperación, ese país se entromete en los asuntos internos de Bolivia; todo sin pruebas, porque, de existir, hubo la obligación de exhibirlas a tiempo de lanzar las acusaciones públicas.



Las coincidencias con lenguaraces como Chávez, los Castro, Ortega, Gadafi y Ahmadineyad, si se aplican en temas internacionales como el de la mediterraneidad de Bolivia, aleja la posibilidad de un acuerdo aceptable. Es cierto que se ha fracasado, pese a un largo proceso para la creación de un clima de confianza mutua con Chile: no se consiguió de los regímenes de los presidentes Lagos, Bachelet y Piñera la aceptación de una fórmula de solución de la mediterraneidad con soberanía, como sucedió en 1950 y en 1975 en Charaña. No se tomó en cuenta que el presidente Sebastián Piñera había anunciado, en tiempos de su candidatura, que no consideraría una solución de la mediterraneidad con soberanía.

Por otra parte, ya se sabe que el Gobierno de Bolivia, en todo ese tiempo, no presentó –quizá no la tenía, ni la tiene– una propuesta de solución a la mediterraneidad. Se sabe también que, hasta hace poco, a nadie en el MAS se le ocurrió seguir la curiosa idea de demandar a Chile ante una corte internacional, con los riesgos que eso tiene.

Y volvió el estilo pendenciero, el del insulto. Hablar de ignorancia del vecino es, en este caso, no solo una diatriba, sino una imprudencia. ¿Se piensa que así vamos a resolver un tema de la magnitud de la mediterraneidad? ¿O que ganaremos aliados? ¿O que los dicterios sustituirán a los alegatos en un proceso judicial que muchos ven anticipadamente perdido?

Muchas veces las formas tienen tanta importancia como lo fundamental. Las insensatas guerras de palabras, así provengan de los encumbrados, solo alejan o impiden el entendimiento.

El Deber – Santa Cruz