El día después

Marcelo Ostria Trigo

MarceloOstriaTrigo_thumb1 Ayer, 19 de octubre de 2011, la historia en Bolivia ha cambiado. Y ha cambiado por la generosidad, valentía y, sobre todo, por el supremo tributo a la paz y a la libertad de los pueblos.

Ayer, los paceños hicieron honor al lema de su escudo: “Los discordes en concordia, en paz y amor se juntaron, y pueblo de paz fundaron para perpetua memoria”.



Es cierto: hubo rabia y lágrimas. Pero se contuvo el espíritu de rebelión.

Hubo también alegría desbordante, porque los pueblos de la Patria unieron sus ímpetus y sus sueños.

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La Paz recibió a los pobladores de la “selva más hermosa del mundo” –el Parque Nacional Isiboro-Sécure– que vencieron la distancia y el tiempo; que vencieron el sufrimiento y las heridas producto de la saña de los guardianes del Averno. Ellos marcharon con decisión y, a la vez, con la humildad que enaltece.

Buscaron hacer realidad una esperanza: que reine el respeto y la justicia que merecen los desposeídos y los amenazados.

Ayer, la valerosa y levantisca tierra de los “hombres roncos del Choqueyapu”, ha mostrado la otra cara: la de la concordia. Quedaron atrás los alzamientos cruentos. Se dio paso a la incontenible fuerza de las multitudes –las protagonistas de la historia– siempre dispuestas a seguir marchando por la libertad. Se fundió en un solo espíritu la determinación de vencer. Por eso, los hombres de las selvas ubérrimas llegaron hasta las frías alturas andinas y, por eso, los paceños les abrieron su corazón.

Fue reencuentro y descubrimiento. Juntos podían amar y llorar, juntos podían protestar, y juntos podían vencer la adversidad.

Quedaron atrás las batallas fratricidas. Reinó el espíritu Gandhiano: “No hay camino para la paz, la paz es el camino”.

Se quiso vencer usando las armas de la razón, sin violencia y sin enfrentamientos, y se va vencer.

Hoy, los hasta ayer intocables están a prueba. Tienen, por la grandeza de un pueblo, la oportunidad de desandar caminos equivocados, caminos de enfrentamiento, caminos de dolor. Hay que evitar que alguien, al final, tenga que exclamar, como Tito Livio hace muchas centurias, «Vae victis».