Perfidia


Alfredo Leigue

LEIGUE Ni traición ni infamia. Ni cobardía ni conjura. Perfidia. Una de las mejores y a la vez peores palabras del idioma castellano. Por cómo suena, por cómo duele y golpea. Por lo que dice y lo que omite. Por certera y aviesa. Por perversa y por malvada. Por ocasionar muertes y condenas, amarras y cadenas.

Ya Borges escribió Historia Universal de la Infamia pero olvidó la perfidia. Pareciera que pocos quieren percatarse de su existencia aunque este palabrón, casi como la fe que mueve montañas, mueve pasiones, anida rencores y promueve venganzas.



Es como para cuidarse. Al punto que nunca debemos desactivar el detector de perfidias. Que nos puede salvar de su guadaña, de su celo, de su encono y de su más refinada acción, la muerte.

Manzanero, víctima de la perfidia canta: “Nadie comprende lo que sufro yo, canto pues ya no puedo sollozar, solo temblando de ansiedad estoy, todos me miran y se van”. Palabras doloridas pero insuficientes para describir el daño pérfido.

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En el idioma de la guerra la perfidia está prohibida. Y los peores y más rastreros actos se califican como tal. Los sabihondos del castellano se cuidan en las definiciones de perfidia y las han escrito con miedo.

Porque la palabra es tenebrosa y provoca un terror que nace de adentro como si en nuestros genes que han sido marcados por la historia de milenios se sintiera la marca ocasionada por pérfidas acometidas en algún campo de Marte, en algún salón florentino, en alguna calle de Toledo o en una primitiva canoa hecha de un solo tronco atravesando un arroyo en la espesura de la selva.

Que las insuficientes definiciones del diccionario, apocadas por las elocuentes muestras de la perfidia que vemos a diario o que alguna vez sufrimos, enmarquen en la galería de palabras notables a esta palabra que en los cuentos encarna a la madrastra de Blancanieves, que en la realidad nos recuerda a Vlad el Empalador, que en la guerra nos trae a la memoria a Reinhard Heydrich dirigiendo la Conferencia de Wannsee organizando el Holocausto, en el amor a Mata Hari, en la religión al Judas Iscariote, en nuestra historia reciente a los choferes de las ambulancias que asaltaron la COB el ochenta.

Y hoy, no es necesario enumerar. Los diarios gotean la sangre de la perfidia. Las cadenas el óxido de su años, el exilio su impuesta lejanía, las familias el llanto de sus niños y los corazones el sufrimiento de familias destruidas. Pérfido, pérfido aquel que encarceló por el vil metal. Pérfido aquel que destruyó por el gozo de cobrar. Pérfido aquel que hundió, humilló y les suspendió la vida a aquellos que el azar puso en sus manos. Perfidia. Maldita perfidia.


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