Razón y religión

Wálter I. Vargas Vargasint-51178He observado más de una vez que, cuando afirmo tímidamente, en alguna conversación al respecto, que me considero católico, cualquier cosa que esto signifique, mi interlocutor me devuelve un rostro entre interrogativo y sorprendido. Un rostro en el que me parece leer una frase como la siguiente: «No sabía que eras tan estúpido como para seguir una religión de viejas ociosas y curas impostores”.Dije «cualquier cosa que esto signifique”, porque ni yo mismo sé a ciencia cierta a qué me refiero concretamente cuando digo que soy católico. Hace décadas que no comulgo; si entro a un templo, es por conocerlo por dentro o para aprovechar sus asientos para descansar; y no se puede decir que mi comportamiento sea precisamente ejemplar.Estoy exagerando, por supuesto, pero lo que quiero decir, con las disculpas por el arrebato de «yoísmo”, es que, tras lo ocurrido en Francia con los periodistas asesinados, le queda, incluso a una persona semirreligiosa, un católico del montón, como yo, un mal sabor y un desconcierto.El mal sabor se debe a que se despacha el tema fácilmente en nombre de la libertad de expresión, como un saber dogmático que no es necesario debatir; el desconcierto, a que si uno trata de romper una lanza por «el derecho al respeto a la religión” frente al «derecho a la total libre expresión”, tropieza con un obstáculo en este nuestro mundo de derechos.Evidentemente, sería tonto trazar límites entre lo permitido y lo no permitido en la sátira, por ejemplo. Sin embargo, muchos de los que en el país, sin pensarlo dos veces, salieron indignados a escribir reivindicando la libertad de expresión a rajatabla después del acto terrorista, se enojarían mucho si les dijeran en una caricatura que sus padres eran coprófagos, por decir algo.Esto es lo que, seguramente, en un arresto de espontaneidad, quiso decir el Papa sobre el tema, cuando señaló que si su ayudante le mentaba la madre de pronto, lo hubiera puñeteado en el acto. Luego tuvo que ponerse nuevamente en el plano de Papa, claro, y hacer decir a sus portavoces que nunca quiso ofender la buena conciencia occidental.¿Qué hacer entonces? Quizá apelar a la sabiduría de Lichtenberg, cuando dijo que «nada contribuye más a la paz del alma que no tener ninguna opinión”. Y sin embargo, debo continuar.Hay cierta arrogancia juvenil detrás de este dogmatismo libertario (no olvidemos que la «modernidad moderna”, la que arranca en 1789, tiene escasos 200 años, al lado de los 2.000 del cristianismo). La misma presunción ignara que tuvo el marxismo durante el siglo XX para afirmar que el opio del pueblo desaparecería en cuanto se diera de comer al pueblo (el resultado, como podemos ver en este un tanto horroroso inicio del siglo XXI, es que mientras Marx está bien muerto como modelo del mundo, el Papa ¡reúne a seis millones de personas en una misa!).La importancia de la religión, o de las realidades espirituales en general, pese a la ciencia y la tecnología, o incluso precisamente debido al asombroso desarrollo de éstas, ha sido subrayada por la literatura y la filosofía insistentemente y de distintos modos en el siglo XX.Que una cantidad de escritores importantes (G. Greene, H. Boll, T. S. Eliot, E. Waugh, por dar unos nombres) se hayan convertido al catolicismo o hayan permanecido católicos tiene que hablar mucho de que no se puede despachar las cosas espirituales como una basura sin sentido perteneciente al pasado, al estilo del Monsieur Homais decimonónico de Flaubert, que preveía ingenuamente que la ciencia iba a solucionar los problemas del mundo y el ser humano.El hecho de que alguien como Eliot haya cambiado la poesía moderna de un solo golpe y luego se haya preocupado casi exclusivamente por la religiosidad (y encima haya sido siempre un derechista, ¡qué horror!), no debería despacharse tan fácilmente como una chochera santurrona y desafortunada que hay que deplorar, precisamente porque fue un gran poeta que pintó la modernidad magistralmente.Dicho lo cual (no queda otra), debo terminar, como humilde columnista moderno, posponiendo a estas argumentaciones el atenuante previsible y políticamente correcto: algo así como «esto no significa que el crimen contra los periodistas no sea condenable, etc., etc.”. Guardar las formas lo es todo.Página Siete – La Paz