«En China los mayores absurdos forman parte de la vida cotidiana»
El pueblo donde vivía Yan Lianke de niño no tenía más de cuatro mil habitantes. Todos se dedicaban a la agricultura. Cuando era un adolescente se enteró de que una escritora, Zhang Kangkang, había conseguido abandonar el entorno rural y llegar a la capital de provincia gracias a una novela. Así que pensó que si se dedicaba a la literatura igual podía salir de allí y dejar atrás la pobreza. Y se puso a escribir. “No había luz eléctrica, así que trabajaba bajo la luz de un candil”, cuenta días antes de celebrarse el 6º Pleno de Partido Comunista Chino, que concluyó la pasada semana con un reforzado Xi Jinping como líder.Yan Lianke nació en 1958 en un rincón de la provincia de Henan y ha terminado por convertirse en uno de los escritores chinos de referencia. Estuvo hace poco en Praga, donde en 2014 recibió el Premio Internacional Franz Kafka, y luego pasó por Madrid. Acaba de publicar Los cuatro libros (Galaxia Gutenberg), una novela donde se sumerge en uno de los periodos más terribles de la China del siglo XX. A mediados de los cincuenta, Mao invitó a los intelectuales a hablar con toda libertad en la campaña “de las cien flores”, pero las cosas se torcieron y terminó acusándolos de derechización y los confinó en “campos de reeducación por el trabajo”. Hacia el año 58, además, se puso en marcha el Gran Salto Adelante con el que China pretendió convertirse en el mayor productor de hierro y acero del mundo. Los campesinos fueron forzados a entregar sus cosechas para sostener aquel titánico proyecto. Las hambrunas que se produjeron son de una magnitud que cuesta siquiera imaginar: entre 1959 y 1961 murieron más de 30 millones de personas en las zonas rurales.Cuando Lianke estaba cerca ya de los 20 años cumplió por fin el sueño de abandonar su pueblo y se incorporó al ejército. Fue la primera vez que cogió un tren, o que vio la televisión. “No había terminado el bachillerato, pero conseguí un título falso que me permitió incorporarme a un destacamento donde se pedía una cualificación un poco mayor que la de las unidades a las que iban los soldados rasos”, explica. “Vieron que no se me daba mal escribir y me encargaron apuntar en una pizarra las consignas políticas del partido para las tropas. Había un pequeño margen para hacer algunas variaciones, siempre dentro de la lógica propagandística, y eso me permitió destacar. Un oficial se interesó por lo que hacía. Así que avisé a casa para que me enviaran esas historias que había escrito cuando era más joven. La respuesta fue desoladora. El invierno había sido demasiado frío y mi madre utilizó el papel de mis novelas para encender un poco de fuego con el que calentarse”.