El problema de la resignación ciudadana

Es cruel descubrir la mediocridad de uno solo cuando ya es demasiado tarde. 

W. Somerset Maugham 



 

Conforme a lo explicado por Bertrand Russell, somos los únicos animales que nos sentimos infelices. En efecto, salvo el ser humano, ninguna otra especie puede contar con esa experiencia. Porque no me refiero al dolor, que toda criatura puede conocer, sino a un estado en donde nuestro proyecto de vida resulta frustrado. Estando así, por la causa que sea, el malestar nos acompañará entretanto hallemos razones para sobreponernos al problema, lo cual puede ser difícil. A veces, en casos extremos, la situación se vuelve tan grave que conduce al suicidio. Sin embargo, es también posible que abandonemos cualquier lucha y optemos por un camino menos complejo: la resignación. De este modo, aquello que molestaba será cada vez menos punzante, llegando incluso a considerarse parte de la normalidad. En este sentido, ya no habrá sitio para la queja, sea ésta por asuntos privados o de carácter público. 

Sin romantizar el pasado, cualquier mirada de los procesos electorales del presente arroja una verdad que no parece tener contrargumento válido: las candidaturas están marcadas por la inflación de mediocridad. Por lo visto, la regla es que nadie se prepare para ocupar un puesto de administración del Estado. Ni siquiera se considera necesario saber cuáles son las competencias que, de ganar los comicios, una persona tendría a su disposición. No demando, por supuesto, que alguien haya leído las obras completas de Winston Churchill, entre otros autores, para ser un buen estadista. Tampoco exijo que, forzosamente, un candidato tenga títulos de todo pelaje para sustentar su postulación. El punto es que no se advierte, ni de lejos, el interés por informarse del complejo panorama frente al cual se colocarán. Lo peor es que, según muchos ciudadanos, basta con hablar más o menos bien (en ocasiones, por desgracia, ni eso) para justificar su voto. 

Si dejamos de lado la preparación, surge otra cuestión que motiva el reproche. Yo aludo al peligroso acostumbramiento a la indecencia. Es innegable que no estamos consagrando a un santo. La elección de un postulante a cargo público no se debe convertir en una rigurosa evaluación del patrimonio ético que tenga. No obstante, un tema es evitar elevadas exigencias moralistas del votante; otro, harto significativo, mirar con indiferencia cualquier antecedente negativo de los candidatos. En este segundo escenario, no pesará que un sujeto haya mentido de forma grosera, hubiese protagonizado escándalos tan públicos cuanto ruidosos o, por dar otro ejemplo, se hubiera inclinado a favor del insulto al prójimo. En un peligroso porcentaje, la ciudadanía obviará sus faltas bajo el pretexto de que nadie es inocente. En cualquier caso, la observación se lanza porque, según parece, ya encontramos normal escoger a un pecador empedernido. 

Con seguridad, pese a su relevancia, lo anterior es ensombrecido cuando nos concentramos en un fenómeno más amplio, uno que supera las fronteras de la política. Estoy pensando en la corrupción, un problema que afecta todos los niveles y sectores sociales. Siendo ese tipo de inmoralidad tan descomunal, las expectativas se habrían reducido al mínimo. No se sueña con una gestión sin malversaciones; los ciudadanos esperan el robo, pero uno con obras. No interesa que haya juicios por contratos irregulares, hasta condenas en contra del aspirante de su preferencia; todo puede perdonarse. Al final, aun pudiendo mejorar, cabe resignarse a lo que tenemos. Esta es la lógica que impera en una gran parte del electorado.