La irrupción del Subcomandante Marcos y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en la madrugada del 1 de enero de 1994 fue un recordatorio radical del poder transformador de la acción colectiva.
Fuente: https://ideastextuales.com
Mientras el mundo celebraba la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), un proyecto que prometía integrar a México en el mercado global, un grupo de indígenas mayas armados con machetes y viejos fusiles salió de la selva Lacandona para enfrentarse al Estado mexicano. No solo tomaron cabeceras municipales, sino que tomaron por sorpresa al mundo entero, desafiando las certezas de una época que comenzaba a consagrar la globalización como el destino inevitable de la humanidad.
El Subcomandante Marcos, con su pasamontañas y su prosa poética, se convirtió rápidamente en la cara visible de esta insurgencia. Un rostro oculto que, paradójicamente, iluminó las sombras de un sistema que invisibilizaba a millones. Marcos no solo representó la resistencia de los desposeídos, sino que encarnó un modelo de liderazgo que se rehusaba al culto de la personalidad. En sus palabras y acciones, se vislumbraba la posibilidad de un poder que no esclaviza, sino que libera.
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En el contexto de finales del siglo XX, dominado por el fin de la Guerra Fría y el triunfo del capitalismo, el zapatismo resonó como un grito anacrónico y disruptivo. En un mundo donde las narrativas de progreso parecían haber sido monopolizadas por el mercado, el EZLN propuso otra forma de entender la modernidad. No como un fin, sino como un proceso abierto a reinterpretaciones desde lo local y lo colectivo. Su insistencia en la autonomía, los derechos indígenas y la democracia participativa puso en evidencia las fallas estructurales de los Estados-nación y las contradicciones del modelo neoliberal.
El fenómeno zapatista también alteró las dinámicas del activismo global. La «guerra de los sin rostro», como la llamó Marcos, encontró eco en los movimientos sociales de todo el mundo, desde el Foro Social Mundial hasta las protestas contra la Organización Mundial del Comercio en Seattle. El zapatismo ofreció no solo un modelo de resistencia, sino también un lenguaje que combinaba la poesía con la praxis política, capaz de hablar tanto a los campesinos de Chiapas como a los intelectuales de París.
La capacidad humana de iniciar algo nuevo es esencial para la política. El zapatismo fue, en esencia, una reafirmación de esa capacidad. Un acto de natalidad en un mundo que parecía haber agotado sus utopías. Sin embargo, la fragilidad de esa acción política también se hizo evidente. Las promesas de los Acuerdos de San Andrés, firmados en 1996, quedaron en gran medida incumplidas, y el EZLN se replegó hacia sus territorios autónomos, donde priorizó la construcción de escuelas y hospitales sobre la expansión de su lucha armada.
La figura de Marcos, por su parte, comenzó un retiro gradual de la escena pública, culminando en 2014 con su «muerte simbólica» y la cesión del liderazgo al Subcomandante Moisés. En un mundo que cada vez más valora la inmediatez de las redes sociales y la hiperexposición mediática, el silencio de Marcos fue un gesto radical. Se rehusó a convertirse en un producto de mercado (cómo sucedió con el Che Guevara ), preservando así la integridad de su lucha.
Treinta años después de su irrupción, el legado de Marcos y el zapatismo se enfrenta a un mundo diametralmente diferente. La globalización que combatieron ha transformado la economía y la cultura a una escala que apenas se vislumbraba en los años noventa. Las redes sociales han democratizado la información, pero también han fragmentado la esfera pública, haciendo más difícil construir los consensos necesarios para la acción colectiva.
Chiapas, la cuna del zapatismo, sigue siendo una región marcada por la pobreza y la violencia, exacerbada ahora por el narcotráfico y los conflictos territoriales. Sin embargo, los territorios autónomos zapatistas han logrado resistir como enclaves de autogobierno, demostrando que otra forma de organización es posible, aunque limitada.
Marcos, ahora conocido como Capitán Insurgente, reapareció en 2024 durante el 30º aniversario del alzamiento, esta vez no como líder, sino como un observador más. Su pasamontañas y su pipa siguen siendo símbolos de un tiempo en que la acción política parecía tener más claridad. Pero, como él mismo ha señalado, la lucha nunca fue sobre él, sino sobre los principios de dignidad y justicia.
La historia del Subcomandante Marcos nos recuerda que el poder no reside en el control o la dominación, sino en la capacidad de actuar juntos. En un mundo cada vez más dividido por la desigualdad, el individualismo y la polarización, el zapatismo sigue siendo un testimonio de que la acción política puede, aunque brevemente, abrir nuevos horizontes. Marcos, con su poética de la resistencia, nos mostró que incluso en las condiciones más adversas, la política puede ser un acto de creación colectiva, un recordatorio de nuestra humanidad compartida.
En un mundo que parece haber olvidado cómo soñar, la figura del Subcomandante Marcos persiste como una pregunta abierta: ¿qué formas de acción política aún no hemos imaginado?
Por Mauricio Jaime Goio.