El gran esplendor del Hollywood rutilante, el de las grandes producciones hechas a mano, sin retoques digitales, tan propio del siglo pasado, se apagó hace tiempo. Y sólo el fulgor de algunas estrellas muy talentosas resistieron este cuarto de siglo. Y uno de los que más brillo dio, se nos fue en estos días: El gran Gene Hackman.
Fuente: Ideas Textuales
En una industria que se alimenta del resplandor de las estrellas, donde el carisma pesa más que la técnica y donde el mito a menudo supera al actor, él era la excepción. Nunca fue un galán. No tenía la apostura de Paul Newman ni el aura de Jack Nicholson. No construyó su carrera sobre el culto a su personalidad ni sobre escándalos que llenaran titulares. Simplemente actuaba. Y lo hacía como nadie.
En su extensa carrera supo dotar a sus personajes de una humanidad contradictoria, hecha de certezas inquebrantables y dudas corrosivas. Su mirada dura y su voz grave dieron vida a hombres de acción, figuras de autoridad que operan al filo de la ley y la moral, siempre en tensión entre el deber y la obsesión, la justicia y la brutalidad.
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Desde ‘Popeye’ Doyle en Contacto en Francia (1971), un policía despiadado y visceral que persigue a los traficantes con una ferocidad casi irracional, hasta Little Bill Daggett en Los Imperdonables (1992), el sheriff que esconde su propia violencia bajo un barniz de orden, Hackman ha interpretado a hombres que creen controlar su destino, pero que terminan devorados por su propia rigidez.
En Crimson Tide (1995), su capitán Frank Ramsey encarna el poder absoluto dentro de un submarino nuclear, llevando la tensión al extremo en una batalla de voluntades con su segundo al mando. Estos personajes no son héroes ni villanos absolutos.
Son hombres que enfrentan decisiones imposibles en mundos donde la línea entre el bien y el mal se desdibuja. Y es ahí donde Hackman brilla, construyendo figuras inolvidables que resuenan con la complejidad de lo humano.
Nacido en 1930 en San Bernardino, California, su historia fue la de un chico de pueblo con el rostro marcado por la dureza del Medio Oeste. Fue infante de marina antes de ser actor. No tenía ángel ni promesas, solo una obstinación inquebrantable. Estudió actuación en la Pasadena Playhouse junto a Dustin Hoffman, y ambos fueron votados como los estudiantes con menos posibilidades de triunfar. Si había algo en lo que Hackman creía, era en desafiar pronósticos.
Cuando llegó a Nueva York, su carrera parecía condenada a la intrascendencia. Trabajaba como portero de un edificio mientras hacía audiciones que le devolvían más rechazos que oportunidades. Pero en 1967, Arthur Penn lo llamó para interpretar a Buck Barrow en Bonnie y Clyde. Fue su primer gran golpe. Pauline Kael, la crítica de cine más temida de la época, escribió que su actuación era «hermosamente controlada, la mejor del filme». Así empezó todo.
En 1971, Contacto en Francia le dio un Oscar y un personaje que lo inmortalizó: Jimmy «Popeye» Doyle, el detective de métodos brutales que encarnaba la crudeza de una policía sin escrúpulos. En La conversación (1974), Coppola lo convirtió en un solitario y paranoico experto en vigilancia que, entre cables y micrófonos, se asfixiaba en su propia soledad. Su registro era vasto. Podía ser el sheriff corrupto de Los imperdonables (1992) o el carismático canalla en Los excéntricos Tenenbaums (2001). La diferencia con otros actores de su generación era su capacidad para desaparecer en cada personaje. No interpretaba, habitaba.
Nunca aceptó el juego de la industria ni la maquinaria del estrellato. A finales de los ochenta, cuando su carrera tropezó, decidió mudarse a Santa Fe, Nuevo México, para refugiarse en la pintura y el buceo. Se alejaba de las alfombras rojas con la misma naturalidad con la que otros las buscan. Cuando le preguntaron si volvería a actuar, dijo: «Si pudiera hacer una película en mi casa, tal vez». No tenía nada que demostrar.
Para muchos, su muerte será un recordatorio de lo que siempre fue: un hombre que no necesitaba ser visto para ser inolvidable. Su talento fue su único escándalo. En una época donde la fama es un fin en sí mismo, Hackman nos enseñó que el arte puede bastarse solo.
Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas Textuales