Bolivia se acerca a las elecciones presidenciales de agosto de 2025 en una encrucijada crítica que amenaza con desmantelar su frágil andamiaje democrático. Lo que debería ser la máxima expresión de la soberanía popular se ha transformado en un campo de batalla legal. Las decisiones judiciales, más que las urnas, parecen dictar el pulso político del país. Este fenómeno, la judicialización de la política, no solo socava la credibilidad de las instituciones de justicia y electorales, sino que siembra una profunda incertidumbre sobre la legitimidad del proceso. La democracia boliviana, hoy, está en terapia intensiva, su destino pendiendo de hilos judiciales más que de la voz del pueblo.
La crisis actual se centra en la intervención sistemática del poder judicial en el ámbito electoral, desdibujando las fronteras entre lo político y lo legal. El caso más resonante es la inhabilitación del expresidente Evo Morales Ayma por parte del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP). El argumento del TCP, que la reelección indefinida no constituye un derecho humano, si bien se alinea con ciertos estándares internacionales, ha sido percibido por amplios sectores como una sentencia hecha a medida. El timing político de esta decisión, en plena efervescencia preelectoral y con profundas divisiones dentro del Movimiento al Socialismo (MAS), ha levantado una ola de denuncias de instrumentalización política de la justicia. Es una paradoja: una decisión supuestamente basada en principios constitucionales termina por exacerbar la polarización y la sensación de un juego predeterminado.
Esta estrategia de exclusión no se limita a Morales. La situación de Andrónico Rodríguez, presidente del Senado y figura emergente del «evismo» disidente, añade otra capa de complejidad. Su posible candidatura ha estado bajo el escrutinio del Tribunal Supremo Electoral (TSE), con cuestionamientos de legalidad que muchos interpretan como una clara carga política. Cuando el sistema judicial, desde el TCP hasta el TSE, se convierte en un filtro para definir quiénes pueden postularse, la esencia misma de la competencia democrática se ve comprometida. Estas decisiones judiciales no solo reconfiguran el panorama electoral, sino que también contribuyen a una mayor fragmentación y polarización política, dificultando la obtención de mayorías claras y aumentando el conflicto y la inestabilidad. La percepción generalizada es que el TCP, con magistrados elegidos bajo un sistema criticado por su falta de transparencia y su supuesta respuesta a intereses políticos, actúa como un brazo jurídico del gobierno de Luis Arce. Su fin sería debilitar a la facción «evista» y consolidar el control del aparato estatal por parte del ala «renovadora» del MAS. Esta profunda desconfianza hacia la independencia judicial es corrosiva para la democracia.
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El rol del Tribunal Supremo Electoral (TSE) es igualmente crucial y, lamentablemente, objeto de crecientes sospechas. Encargado de garantizar la limpieza y transparencia de los comicios, su actuación reciente ha alimentado la percepción de una falta de autonomía frente a las presiones del TCP y del Ejecutivo. La decisión de rechazar la personería jurídica del partido «Evo es Pueblo», que buscaba impulsar la candidatura de Morales, así como la incertidumbre sobre la situación de Rodríguez, son ejemplos que refuerzan la idea de un árbitro electoral debilitado y permeable a las interferencias políticas. Además, la gestión del TSE ha sido cuestionada por la cancelación de elecciones primarias y la prórroga indefinida de mandatos de autoridades judiciales. Esto ha alimentado la percepción de que el proceso electoral está diseñado para excluir y controlar, en lugar de facilitar una competencia justa. La debilidad institucional del TSE, sumada a la politización de la justicia, crea un cóctel explosivo que socava la confianza ciudadana en la imparcialidad del sistema electoral y en la vital separación de poderes. La crisis de 2019, marcada por acusaciones de irregularidades electorales que derivaron en una profunda inestabilidad, es un antecedente que resuena con fuerza. La controvertida elección popular de jueces, implementada desde 2009 con la promesa de democratizar la justicia, paradójicamente, ha sido señalada por muchos críticos como un factor que ha acentuado la politización y la dependencia de los magistrados hacia sus «padrinos» políticos.
Bolivia no está sola en este fenómeno de judicialización de las elecciones. En América Latina, varios gobiernos han utilizado el sistema judicial para eliminar competencia política: Venezuela inhabilitó a María Corina Machado; Nicaragua encarceló a sus precandidatos opositores; en Ecuador, la inhabilitación de Jorge Glas fue vista como un ataque al correísmo. Incluso en Argentina y Brasil, las cortes supremas han intervenido en procesos electorales. Sin embargo, la situación en Bolivia se diferencia en que la judicialización no solo afecta a la oposición, sino que es un conflicto intraoficialista, donde el gobierno usa la justicia para purgar a disidentes dentro del propio MAS.
Mientras el oficialismo se desgarra en luchas internas, la oposición sigue incapaz de capitalizar el desgaste del MAS. Figuras como Manfred Reyes Villa, Samuel Doria Medina y Jorge «Tuto» Quiroga reaparecen en el escenario, pero sin un proyecto cohesionado ni apoyo masivo. Si ningún candidato logra una mayoría clara —algo probable dada la dispersión de votos—, Bolivia podría enfrentar un vacío de poder similar al de 2019, pero en un contexto aún más polarizado, lo que aumentaría el riesgo de ingobernabilidad.
La combinación de judicialización, desconfianza en el TSE y fragmentación política aumenta el peligro de una abstención masiva. Si los votantes creen que el resultado está decidido (como en México 2025, con un 12% de participación en sus elecciones judiciales), podrían simplemente no votar. Además, existe la amenaza de una suspensión de elecciones: hay al menos diez acciones judiciales en curso que amenazan la continuidad del calendario electoral boliviano, abriendo la posibilidad de un «Domingo Negro», un escenario donde las elecciones se suspenden o se realizan sin garantías, generando un colapso institucional. Todo esto podría desencadenar un estallido social con protestas masivas si se percibe fraude o exclusión arbitraria.
Para evitar el caos, Bolivia necesita con urgencia una reforma judicial profunda que elimine la elección política de magistrados y garantice una independencia real del poder judicial. Es fundamental repensar el método de designación de las altas autoridades judiciales, priorizando la meritocracia, la idoneidad profesional y la independencia genuina, desvinculando a los magistrados de sus «padrinos» políticos. Asimismo, es imperativo que el TSE sea autónomo y transparente, con un padrón electoral confiable y sin interferencias del TCP o del Ejecutivo. Su estructura debe fortalecerse y su capacidad para actuar como un árbitro neutral e imparcial debe blindarse. Es crucial proteger el derecho de todos los ciudadanos a ser candidatos, salvo prueba judicial firme que cumpla con las garantías del debido proceso y respete plenamente los derechos humanos. La sociedad civil, la academia, los medios de comunicación y la comunidad internacional tienen un papel crucial. Es imperativo denunciar la instrumentalización política del sistema judicial y exigir transparencia y garantías para que el proceso electoral se desarrolle sin suspensiones ni inhabilitaciones arbitrarias. Es crucial visibilizar la crisis institucional del TSE y su percibida dependencia del TCP, que tanto daño ha hecho a la confianza en la democracia boliviana. La unidad de la oposición y de todos los sectores que defienden la democracia es fundamental para exigir el respeto al calendario electoral y evitar que la judicialización se utilice como una herramienta para excluir candidaturas o, peor aún, para suspender las elecciones. El futuro de la estabilidad y la gobernabilidad de Bolivia depende, en gran medida, de cómo se resuelvan estos desafíos legales y políticos en los próximos meses.
Conclusión: El momento es ahora
Las elecciones de agosto de 2025 no serán un simple cambio de gobierno, sino un test decisivo para la supervivencia democrática en Bolivia. Si los jueces siguen decidiendo quién puede competir, el país se encamina hacia una democracia nominal, donde las instituciones solo sirven para legitimar el autoritarismo. El tiempo de advertir lo que se avecina está llegando a su fin. El tiempo de actuar, como sociedad, como clase política responsable y como ciudadanos comprometidos, es ahora. El futuro de Bolivia, y la esperanza de una democracia plena y legítima, dependen de ello. ¿Crees que hay margen para un diálogo político que evite el escalamiento de esta crisis judicial y electoral?