El costo de no haber detenido a Evo Morales en su momento es cada vez más alto. Los problemas no se circunscriben a la carretera que atraviesa el Chapare, sino a otros puntos del país, la violencia llega a algunas ciudades e, insólito, se conoce de la existencia de amenazas en contra de vocales electorales y sus familias, quienes han planteado una denuncia dramática a través de su presidente, Oscar Hassenteufel: “estamos acosados”.
A la crisis, se suma el descontrol social digitado desde LaucaÑ, el refugio elegido por Morales para desatar el que, sin duda, será su último y desesperado intento por conseguir una habilitación electoral imposible. El exmandatario pierde aceleradamente poder político, pero mantiene todavía y gracias a la complicidad de algunas instancias del gobierno, el poder de convulsionar al país.
A estas alturas, se observa insuficiente el hecho de haber aislado a Morales en el trópico cochabambino, pues está visto que desde ese reducido espacio geográfico todavía consigue asfixiar al país y establecer una dictadura del miedo con acciones delincuenciales que han hecho víctima incluso de los servicios médicos.
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Los atentados contra ambulancias y las agresiones contra médicos reflejan hasta dónde puede llegar el grupo que rodea a Morales y que acata sus órdenes demenciales. Cómo se ha advertido en más de una ocasión, la cúpula cocalera radicalizada tiene un fácil acceso a la información de inteligencia policial y militar, y puede con esa facilidad anticiparse a las acciones de los órganos de seguridad.
La detención de dirigentes, cercanos a Morales, no ha conseguido frenar la escalada de descontrol, acaso porque en la suma de presiones que enfrenta el gobierno, no es difícil que protestas legítimas por falta de combustibles o alza de precios se transformen en parte de un cuadro general de inestabilidad.
Morales, fuera de la democracia, fue un factor de descontrol y violencia desde que operaba, con algo de complicidad mediática e intelectual, en contra la de la erradicación de coca ilegal y, dentro, en una muy frágil institucionalidad, hizo del ajuste de cuentas, de la venganza personal y del abuso, una de las características más despreciables de su gobierno.
El todavía líder cocalero no está dispuesto a ceder un milímetro, aunque su cuadro geográfico de influencia y el respaldo social del que gozaba haya disminuido significativamente. A pesar de su debilitada sobrevivencia política, genera todavía zozobra.
Por delante, el reto de enfrentar la crisis, que ocupará la gestión de cualquiera de los candidatos que asuma la presidencia el próximo 8 de noviembre, difícilmente tendrá éxito si se permite que un sector y un personaje en particular, mantengan de rehén a un país.
Parece llegada la hora de liberar a Bolivia no del símbolo al que posiblemente estén asociadas algunas conquistas sociales, el empoderamiento de actores antes marginados y, en general, la inclusión de ciudadanos que, durante muchos años y para vergüenza de todos, tenían un estatus de segunda clase, sino del líder político que, en la desmesura e irracionalidad de su ambición, se cree capaz de ajustar el futuro de todo un país a sus caprichos.
Tan importante como salvar a Bolivia de la crisis es dejar de ser rehenes de Evo Morales.