Luego, el momento mágico se vivió con el desfile canino del Bicentenario. Ticha, una mestiza de seis años, caminaba como tarijeñita orgullosa; Jillo, cachorro de tres meses, saltaba con un traje de kullawada que casi le tapaba las patas; y Coda, veterano de pasarela, lucía su traje de tinku como si hubiera nacido para representar la danza. La gente aplaudía, reía y fotografiaba, pero en los ojos de cada dueño había algo más que orgullo y era la gratitud por compartir la vida con sus compañeros.
La mañana del 14 de agosto, Miraflores despertó distinta. El aire frío olía a croquetas y la plaza Tejada Sorzano, habitualmente rodeada por el ruido del tránsito y el comercio, se llenó de ladridos que se mezclaban con ritmos musicales de cuecas y tinkus saliendo de los parlantes. Allí, en pleno corazón paceño, los perros se convirtieron en protagonistas de una fiesta que celebraba tanto a Bolivia como a quienes la viven sobre cuatro patas.
El alcalde Iván Arias llegó con su programa radial, pero esta vez para escuchar historias de peludos que encontraron amor donde antes hubo abandono. La primera narración en la feria ‘Patitas del Bicentenario’ fue para Pelaris, un cachorro de mes y medio con orejas demasiado grandes para su cabeza y un lazo tricolor que le caía sobre la frente.
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La feria era un mercado de afecto: ropitas bordadas con polleras diminutas, platitos de madera que parecían piezas de artesanía, collares con aguayos y ofertas de peluquería canina que, por ese día, costaban menos que un almuerzo. Entre los puestos, voluntarios y comerciantes repetían una idea sencilla y poderosa: “Cuidarles es también cuidar de nosotros mismos”.
Bajo una carpa, la Fundación Pepes mostraba fotos de antes y después: perros flacos y asustados convertidos en animales con mirada viva y pelaje brillante. A un lado, un grupo de estudiantes del Colegio Anglo Americano repartía calendarios ilustrados con esas mismas historias. “Cada mes es un rescate real”, explicaba una joven.
Luego, el momento mágico se vivió con el desfile canino del Bicentenario. Ticha, una mestiza de seis años, caminaba como tarijeñita orgullosa; Jillo, cachorro de tres meses, saltaba con un traje de kullawada que casi le tapaba las patas; y Coda, veterano de pasarela, lucía su traje de tinku como si hubiera nacido para representar la danza. La gente aplaudía, reía y fotografiaba, pero en los ojos de cada dueño había algo más que orgullo y era la gratitud por compartir la vida con sus compañeros.
Les siguieron Monchito vestido de bombero, Peggy sin disfraz, pero con una sonrisa que contagiaba, Boqui y Goliat como ángel y diablo de la diablada. Luego llegaron Nutella, la Chilindrina; Tommy, el Chapulín Colorado; un perro que “repartía” croquetas en lugar de volantes y hasta Goku, acompañado del dragón Shenlong, con cintas rojas, amarillas y verdes en la cola.
Cada paso de esos perros sobre la plaza era también una declaración de que el amor no distingue especies, que la cultura no se limita a lo humano, que el Bicentenario también puede celebrarse en hocicos húmedos y patas inquietas.
Cuando el sol se escondió tras los edificios y el frío comenzó a bajar, la plaza quedó en silencio, salvo por algún ladrido lejano. Mientras los toldos se desmontaban y los puestos se cerraban quedaba flotando en el aire la certeza de que esa tarde Bolivia se había visto a sí misma reflejada en los ojos de sus embajadores más nobles, peludos y fieles.