Agustín Echalar AscarrunzEl 9 de noviembre fue, durante más de 50 años, una fecha para conmemorar una gran vergüenza: el ataque cobarde de gentuza ligada al nacionalsocialismo alemán a almacenes, tiendas y casas de connacionales suyos que tenían un origen semita.Esta canallada, y el silencio cómplice de quienes no participaron de ella, es una mácula en la historia de un pueblo que siempre fue culto y sensible, y que mostró también, en otras oportunidades, grandes actos de generosidad.Inicio esta columna con una referencia a la luctuosa «Kristalnacht”, porque creo que no debe ser olvidada, pero porque el 9 de noviembre, desde hace 25 años, tiene un significado bello y amable, no sólo para Alemania, sino para el mundo. Y aunque no soy muy amigo de los días festivos, creo que es una de las fechas importantes para recordar y celebrar la libertad.Me refiero, por supuesto, a lo que pasó esa fría noche casi invernal de 1989, cuando el ignominioso muro de Berlín fue ignorado, cuando comenzó el paso por los puntos fronterizos habituales, y, unos minutos después, comenzó la demolición de ese grotesco paredón, que no sólo había separado a una ciudad durante casi 30 años, sino que había tenido prisionero a todo un país.Debido a uno de mis oficios tengo relación directa con muchos alemanes que están de paso, y vez que me entero que alguno es de la Alemania Oriental le pregunto -a veces en forma intransigente- qué es lo que estaba haciendo cuando se enteró que el muro había sido ultrapasado.Las respuestas son muy diversas, pero casi todas muy emotivas. Muchos recuerdan la incredulidad que les generó la noticia, otros las disyuntivas que se les ofrecían. No estaban seguros si eso se revertiría, si no habría represalias posteriores.Muchos vieron la oportunidad para dejar esa patria que se había vuelto prisión, pero tampoco se animaban, porque tampoco es fácil dejar todo atrás. Muchos, los que vivían en Berlín, se fueron inmediatamente al muro para cerciorarse. Más tarde participaron de la fiesta y, obviamente, cruzaron al oeste.Cuando escucho estos testimonios, contados de primera mano, a miles de kilómetros del lugar de los hechos, a veces volviendo de Machu Picchu y hablando de días emocionantes en la vida de una persona, es cuando escucho a algunas de estas personas decirme que jamás creyeron que visitarían en persona esas hermosísimas ruinas. Se me hace un nudo en la garganta y a veces no puedo evitar que un par de lágrimas afloren.La sola idea de no poder viajar se me hace insoportable. La sola prohibición de salir de un lugar sería para mí un preámbulo para la asfixia, y, por eso, la idea de unas fronteras cerradas, de un muro custodiado, se me antojan como lo que son: una terrible prisión.La Alemania Oriental, en particular, y el bloque oriental, en general, vivieron esa realidad en su peor estado entre principios de los años 60 y fines de los años 80. Es difícil entender cómo pudo eso ser avalado e ignorado por gentes que se decían y se sentían como personas preocupadas por el bienestar del hombre.La caída del muro de Berlín fue un triunfo del capitalismo sobre el comunismo, pero fue, ante todo, un triunfo de la libertad, la libertad en su más puro sentido o, lo que es lo mismo, en el más sencillo: el poder irse si uno quiere, o si ya no aguanta estar donde está.Ese derecho fundamental fue conculcado a millones de personas por un sistema de regímenes que tenía ideales elevados, pero que terminó siendo tremendamente brutal. Celebrar la libertad, 25 años después de la caída del muro, es importante, sobre todo para contarles a nuevas generaciones algo de lo que ellos no vivieron y que, por eso mismo, a veces idealizan.Página Siete – La Paz