Hacia atrás, como el cangrejo


No se puede, a título de reconocer prácticas ancestrales, retroceder a la época de la barbarie donde el Estado tendría un rol decorativo y se impondría la ley de las hordas.

imageFoto: Los «ayllus» (clanes) indígenas del departamento de Potosí que asesinaron a los policías entregaron los cadáveres a sus familias en Uncía, donde se perpetró el crimen.

Durante un tiempo se consideraba que la incorporación de la llamada “justicia comunitaria” a la estructura jurídica del Estado Plurinacional significaba un justo reconocimiento a las prácticas consuetudinarias de las comunidades indígenas en la solución de sus diferendos y conflictos.



Hasta aquí todo podría parecer muy inocente por cuanto se trataría de solucionar la situación de exclusión que afectaba a un vasto sector de la población que en muchos casos no podía acceder a la justicia o que era objeto de recurrentes abusos. Este problema realmente existía o existe pero también surge el legítimo temor de que el remedio sea peor que la enfermedad.

No es necesario recapitular uno por uno todos los abusos que se han incrementado en los últimos 4 años a título de “justicia comunitaria” ya que todos están en la memoria de la población. No se trataron solo de avasallamientos injustificados a propiedades sino también de crímenes y asesinatos a los que las autoridades gubernamentales y los medios de comunicación oficialistas pretenden mostrar como “ajusticiamientos”.

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El término es de por si inadecuado y suena hasta macabro si nos referimos al caso de los cuatro policías asesinados en la región de Uncía. El término de “ajusticiamiento” evoca la aplicación de justicia, cosa que evidentemente no sucedió en este caso. Se trató simple y llanamente de un asesinato cometido con todas las agravantes.

Todos estos elementos para entrar en materia y mostrar lo inconveniente que resulta establecer dos sistemas jurídicos en igualdad de jerarquía como el MAS pretende hacerlo con la nueva ley del Órgano Judicial. Resulta que entre los mitos que ha generado el actual gobierno se encuentra ese de que la “justicia comunitaria” respeta la vida y solo busca la reparación del daño que eventualmente pueda ser causado.

Es evidente que en algunas comunidades existe una arraigada práctica de solución de algunos conflictos mediante la participación de las autoridades originarias y en ocasiones de toda la comunidad. Se trata, por lo general, de problemas relacionados con linderos, apropiación de animales, aspectos conyugales, cuya solución por las vías judiciales normales resultaría demasiado engorrosa.

Como es comprensible, no existe una sola forma o práctica de solución a estos problemas y es posible que hayan tantas formas como comunidades. No existe un código que establezca la forma de actuar en cada uno de los casos o que determine ciertas especificidades y no se requiere ser un eminente jurisconsulto para darse cuenta de los problemas que esto puede acarrear.

Podría darse el caso de que un problema sea resuelto al tono y estado de ánimo de la autoridad originaria y, lo que es peor, de la comunidad entera. Tenemos antecedentes más que suficientes que muestran que las multitudes, cuando adquieren el carácter de turba irracional son capaces de cometer los peores y más abominables crímenes.

Es claro que el dar un reconocimiento legal a este tipo de expresiones supuestamente “justicieras” entraña un grave peligro. Una cosa es reconocer ciertas prácticas particulares de cada comunidad para la solución de algunos problemas y otra, muy distinta, es incorporar el abuso y la irracionalidad a la doctrina jurídica.

No se puede, a título de reconocer prácticas ancestrales, retroceder en el tiempo. La evolución de las sociedades exige la aplicación de normas cada vez más sofisticadas y de respeto a los derechos humanos. Los celtas, que también eran un pueblo originario, para la aplicación de la justicia celebraban lo que llamaron las ordalías en las que se cumplían una serie de ritos para encontrar quien decía la verdad y quien mentía. Uno de ellos consistía en que los dos, llamémosles litigantes, sostenían un trozo de hierro al rojo vivo o una brasa. El que aguantaba el dolor más tiempo era el que decía la verdad. Sin duda, un método menos sangriento que el que lamentablemente están practicando los ayllus indígenas del occidente boliviano en pleno siglo XXI.

Es de esperar que la fiebre indigenista que padecen los gobernantes y los asambleístas del MAS, no les lleve al extremo de hacer que Bolivia retroceda a las épocas de la barbarie, donde el Estado y sus instituciones tendrían un rol decorativo porque se impondría la ley de las hordas.