La sociedad cruceña, tan orgullosa de su cultura y su identidad, suele olvidar a los artistas que contribuyeron a crear eso que hoy llamamos cruceñismo. La solidaridad con los productores intelectuales se ha perdido y no se documenta ni preserva sus obras. Aquí un repaso a los miembros más nuevos del panteón de creadores olvidados
Pablo Ortiz en El Deber
Se fue el Camba Florencio y a todos los cruceños se nos movió algo inexplicable muy adentro. Nos surgió una especie de necesidad extrema de rendirle un homenaje, ya sea con un suplemento de ocho páginas o con una declaración en nuestro estado de Facebook. Todos nos pusimos de acuerdo en que se había ido, se había muerto, el ‘último camba de pura cepa’, el último actor que no necesitaba ‘actuar de camba’ sino que expresaba sobre el escenario situaciones que había vivido, por más que la poesía no hubiese sido suya. A todos nos movía un sentimiento de culpa: haberlo ignorado o dado muy poca importancia en sus últimos años de vida.
El Camba Florencio fue mi primer entrevistado cuando comencé a trabajar en EL DEBER. Era 1998 y presentaba un CD, su primer compacto luego de varios Long Play. Ahí vi a un hombre que se había convertido en su personaje, al que le costaba identificarse con ese Antonio Anzoátegui que era funcionario municipal en Montero.
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Él era el Camba Florencio, aquella voz que sonaba a culipi y a cigarro emponchao cuando decía en la radio, “Esto es Santa Cruz”. Es por eso que cuando escuché el tono de Rubén Costas rugir “Autonomía, carajo”, creí que imitaba al Camba. Las peleas por autonomía le devolvieron algo de vigencia, pero Santa Cruz le mostró poca solidaridad cuando su corazón comenzó a fallar. Pocos fueron los que lo ayudaron y muchos los que lamentaron su muerte.
Y es que Santa Cruz es así: ingrata. Florencio recitaba “Es ley del cruceño la hospitalidad”, ese poema convertido en cliché escrito por Rómulo Gómez, pero se olvidó de decir que esa ley es sólo aplicable con el viajero. Al nativo, al lugareño, simplemente se lo ignora o se lo archiva en un rincón cuando se hace viejo.
La que sí lo decía era doña Gladys Moreno, quizá la única diva que he conocido. Ella le restregaba en la cara a cualquiera su deseo de haber nacido en cualquier otro lugar y no ocultaba que se sentía más querida en el collao que en el oriente. Tenía sus motivos y pruebas. A ella la hicieron peregrinar al Concejo Municipal para reclamar por el retraso de su pensión vitalicia, cuando cualquier ‘ciudad hospitalaria’ debería tener en un altar a los artistas que son símbolos de su identidad. El Viva Santa Cruz no sería nada sin la angustia con la que lo canta Gladys.
Cuando doña Gladys murió hubo homenajes, lamentaciones y procesiones que se olvidaron en pocos días. Se habló de cambiar el nombre de la calle Murillo (donde nació, vivió y murió) por Gladys Moreno, de hacer un museo en su casa. Se habló, pero se olvidó pronto. La casa se convirtió pronto en un boliche, que también duró poco. El abandono a doña Gladys también se lo puede ver ahora en las liquidaciones de regalías de derechos de autor de músicos como Nicolás Menacho o Godofredo Núñez, quizá los únicos que viven de esa generación de oro de la música popular cruceña. No tuvo tanta ‘suerte’ Percy Ávila, alumno de Godofredo y gran compositor que debió sufrir sus últimos días en Cochabamba, lejos de su ‘lunita camba’ y con la memoria ‘arañando el tiempo’.
Pero no son los únicos. Santa Cruz le dio a Bolivia el mejor escultor bidimensional del siglo XX, Marcelo Callaú. Don Marcelo vivió el mayo francés y vio cómo nacía un nuevo orden mundial parido por los jóvenes en Europa. Se creyó eso de “la imaginación al poder” y llegó a Santa Cruz decidido a que el arte salga a las calles, a crear símbolos urbanos. Las autoridades prefirieron estatuas, una forma de arte menor que dio a la ciudad pocas rescatables, como algunos murales de Lorgio Vaca (otro despreciado) o la Madre India, de David Paz.
Pero Callaú le dio a Santa Cruz un símbolo: la Cruz del Parque Urbano. La que se instaló era una maqueta que elaboró junto a Roy Prince, la obra definitiva nunca se hizo y cuando la maqueta se pudrió, en lugar de restaurarla, la Alcaldía decidió cortarla en pedacitos y botarla en Parques y Jardines. En su lugar plantó una réplica sin ningún valor artístico y sin pagar por los derechos de autor.
Cuando a Marcelo Callaú se le descubrió que su sangre era muy dulce para un pueblo como éste, necesitó ayuda para seguir viviendo. La mano extendida no llegó de ninguna institución o algún potentado, sino de sus compañeros artistas que organizaron subastas para ayudarlo. En su desesperación, Callaú puso a la venta su obra más reconocida: el medallón gigante lleno de manos, senos, penes y vaginas que alguna vez escandalizó a las beatas. Nadie quiso pagar menos de lo que cuesta un auto compacto por una de las mejores obras de la historia del arte cruceño.
La muerte encontró a don Marcelo una mañana de mayo mientras iba al médico y hubo homenajes, recordaciones y llanto: puro sentimiento de culpa.
Uno de sus mejores amigos era Herminio Pedraza y tuvo una suerte parecida. Literalmente, Herminio dio la vida por el arte. Falleció fruto de una afección pulmonar agravada, se cree, por los vapores de la pintura que inhalaba mientras creaba esos lienzos enormes y tan terrenales que dejaban ver el espíritu de las cosas. A lo largo de su carrera, Herminio pintó y dio tantos íconos de cruceñidad que es difícil encontrar una institución local que no tenga uno de sus cuadros colgados en la pared de su director. El más grande de todos es el mural del Comité pro Santa Cruz, que muestra a un cruceño como un león que rompe las cadenas y va hacia el desarrollo. Cuando necesitó ayuda, también descubrió que había pintado en el mar.
Y lo peor es que no hay nada que los recuerde. En una ciudad que vive hablando de identidad, cuyos habitantes gritan que se sienten orgullosos de ser cruceños, no hay nada que nos diga quiénes contribuyeron a esa ‘cruceñidad’. Nuestras instituciones nunca se preocuparon de comprar, almacenar y exponer obras que documenten nuestro progreso intelectual. Estamos en el año del bicentenario, pero más nos importa un paso a desnivel que un buen museo, un teatro o al menos un gran seminario desde donde nos miremos y nos miren sin piedad.
Esta ciudad perdió el rumbo hace rato, cerró sus puertas, dejó de pensarse y se volvió ingrata, avara y materialista. Pese a todo, seguimos orgullosos y creemos que el ‘modelo cruceño’ es el mejor del país. Ya es difícil creerlo.