Gonzalo Mendieta Romero
En los años cincuenta, François Mauriac citaba a Baudelaire: “En Francia, todos se parecen a Voltaire”. Baudelaire aludía a que todo francés aborrece lo irracional. El enfado de Baudelaire era quizás sesgado: su país también parió a Pascal, cultor religioso de las razones del corazón, que le hacían escribir “No estimamos que la filosofía merezca una hora de pena”.
Mauriac aplicaba la frase de Baudelaire a España, por el heroísmo de sus aventureros (Pizarro, etc.) y el misticismo de San Juan de la Cruz. Para seguirle la onda: ¿a quién nos parecemos los bolivianos?
Como teoría al paso, diría que los bolivianos podríamos ser Tamayo y René Moreno a la vez. En ambos está el toque trágico e inconcluso de la política, la resignación y el exilio o el ostracismo, el aire aristocratizante (que Tamayo tenía), el dilema indígena, la búsqueda en Europa para reivindicar lo propio (que llega a las ideas multiculturales de hoy). También, la inconformidad con lo que somos, sin dejar de serlo, y nuestras formas eternas: atrevidos o parcos; elitistas o detractores.
Bolivia es un modelo del catolicismo sensitivo, pascaliano (aunque la obra de Pascal no se haya meditado, fuera de Francovich, poco difundido). Sin la aptitud de conmovernos que tenemos -por la que no siempre acertamos- es imposible entender a Bolivia, sin distingos de clase, etnia o género (como dice, engreída, la corrección política).
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Virando hacia imágenes impersonales, otro Nobel –Canetti- escribía que las naciones pueden sintetizarse en un símbolo en que “el miembro de una nación siempre se ve a sí mismo, disfrazado a su manera, que ha llegado a ser la más importante para su nación”. Los ingleses se verían como una nave en el mar, los holandeses como un dique, los franceses como una revolución.
Siguiendo a Canetti, un colega decía, jugando, que los bolivianos seríamos un desfile o un conjunto de caporales, añadiría yo (a la Feria del Libro de Chile llevamos más danzantes que escritores). Pero en serio, los bolivianos podríamos ser retratados como una manifestación callejera.
La manifestación tiene ingredientes de nuestra personalidad: lucha contra la injusticia (sintiendo que nos amenaza, incluso cuando la infligimos), victimismo, rebeldía, estallido, sufrimiento, indignación, esperanza, desorganización organizada, beligerancia humanizada y contenida, individualismo hibridado en masa y defensivo. Los bolivianos somos una manifestación con lemas repetitivos raramente modificados, como en una sociedad que respeta su pasado pese a su temperamento, y no lo sabe.
Nuestra rebeldía -rasgo esencial de toda manifestación callejera- es gran vacuna contra la opresión. Pero esta virtud preventiva de nuestro carácter pone al poder a raya, sin construir, sino muy lentamente, mejoras perdurables en nuestra vida. La organización desorganizada de una manifestación vale para acusar la injusticia, no para cimentar justicia, para la que se requiere algo más que el estallido, la conmoción y el sentimentalismo.
Para cerrar con nuestra identidad –ya que ando libresco-, la antigua Regla de la Orden Benedictina (una suerte de Constitución, de guía espiritual) aconseja al Abad algo que interesaría a nuestros gobernantes, si captaran nuestra índole: “El Abad no debería perturbar a la manada que le ha sido confiada a su cargo o hacer arreglos injustos, como si tuviera el poder de hacer lo que quiera”.
Pero no es ahí que quiero llegar. Lejos de alabar virtudes como las nuestras (libertarios, rebeldes), los benedictinos clasificaban a los monjes partiendo por los cenobitas (que sirven bajo un líder y son útiles), llegando a los giróvagos (“que vagan en círculo”) “que gastan su vida a la deriva de región en región, siempre moviéndose, sin sentar cabeza”. “Los giróvagos no pueden pertenecer a una comunidad ni ceder a ninguna fuerza o ley que no sea la propia”.
Si no fuera una contradicción en los términos, apostaría que así somos: una manifestación de giróvagos, en la que no puedo dejar de verme protestando, esperanzado.
Página Siete – La Paz