Agustín Echalar AscarrunzDesaguadero está a menos de dos horas de Puno, la ciudad lacustre a la que llegan más de medio millón de turistas al año. Algo más de la mitad de los que visitan Machu Picchu, que está a un día y medio de viaje.En efecto, por increíble que lo parezca, a sólo unos pasos de la frontera con Bolivia, una modesta ciudad es el segundo destino turístico más importante de Perú, que tiene, como todos sabemos, una de las mecas turísticas del mundo. Si para llegar a Bolivia desde Perú sólo se necesitan dos horas más, y muchos, no todos, mejor dicho algunos lo hacen. Unos entran por Copacabana y otros por Desaguadero.El Desaguadero peruano es tan caótico como el boliviano. Antes de llegar a la frontera misma es común que uno se tope con un sui géneris encuentro entre la modernidad y el medievo europeo. De modernos y enormes tráilers se ve descargar cientos de enormes bolsas de papa que luego, cargadas en carretillas, son llevadas hacia Bolivia.Los estibadores pululan haciendo un trabajo duro y cansador, que no se logra entender por qué debe ser hecho, pero que de seguro da trabajo y deja unos pesos en el Desaguadero.Hay una cola para migración. Junto a mí, un grupo de jóvenes argentinos. Charlamos, me preguntan sobre Evo. «¡Qué bien que ganó!”, me dicen. Yo sonrío. Me comentan que han ido hasta el Cusco, subiendo por Chile, pero están deseosos de conocer Bolivia. Planean quedarse un par de semanas. Reniegan por tener que hacer una cola de migración dentro de la patria grande, y yo les doy la razón.Termina el trámite peruano. Cruzamos el puente sobre el Desaguadero, ahí está el letrero de bienvenida a Bolivia. Pasamos a los incómodos cuartuchos de Migración, donde se tiene que hacer una laberíntica cola que sale del edificio. Sigue la charla con los pibes.Finalmente entramos al edificio, construido hace 25 años, tal vez, o aún más. Pintado tal vez hace una década, limpiado a conciencia antes de la última pintura. En el corredor, sentadas en el piso, nos dan la bienvenida esas dos pequeñas ancianas, tan vijitas como Úrsula Iguarán, y casi del mismo tamaño que la heroína de Cien años de soledad. Extienden sus sombreros pidiendo una limosna.La gente les da unas monedas. Los pibes callan, yo tampoco quiero hablar. Estoy avergonzado, no por el qué dirán de quienes nos visitan; la vergüenza me sale de dentro, es simplemente la vergüenza de tener cuando otros no tienen.Y yo que he vivido toda mi vida en un país miserable, que he convivido con la pobreza y la mendicidad desde que tengo uso de razón, y que me he acostumbrado a la misma: a los niños trabajando, a la gente avergonzada acercándose a modo de pedirte una dirección, pero en realidad pidiéndote una ayudita; esta vez me rebelo un poco, porque en las circunstancias actuales pensé que eso ya no tenía que suceder.¿De qué sirven los dólares que traen los niños bajo el brazo al nacer, como dice frívolamente el vicepresidente García Linera? Y ojo, ésta no es una plañidera cristianoide. Aquí estamos hablando de otra cosa, de políticas sociales en un país que tiene superávit. En un país que reparte bonos a diestra y siniestra , incluyendo a personas que no los necesitan, y que no sólo no tiene la capacidad, sino el menor plan para atacar los bolsones de pobreza extrema, que de seguro no son excesivamente grandes, y que pueden ser atendidos de existir la voluntad política para ello.Más tarde, ya en La Paz, los letreros de ENTEL, invocando a la divinidad Evo que enseñó a los niños a creer, me parecieron más ridículos que nunca. Recapitulando, recordé que hacía una semana ahí, en el Desaguadero, había visto a una anciana pidiendo limosna, pero no había cola. Fue tan rápido que no registré el hecho, al menos no con dureza de esta vez. Me vinieron a la mente las ancianas de Macbeth. Cuando sean tres las mendigas del Desaguadero ¿le dirán algo a Evo?Página Siete – La Paz