El candidato a vicepresidente Juan Pablo Velasco y joven empresario, provocó revuelo al afirmar que su objetivo es volver “sexy” el trabajo en el Estado. Su declaración, aunque bien intencionada, evidencia un error de diagnóstico sobre la enfermedad estructural que carcome a Bolivia: el problema no es que el Estado no sea atractivo, sino que se ha vuelto demasiado atractivo para los peores.
Hoy, ser parte del aparato estatal es sinónimo de enriquecimiento ilícito, protección política, impunidad, privilegios desmedidos y poder sin rendición de cuentas. El Movimiento al Socialismo (MAS) convirtió al Estado boliviano en una maquinaria perversa de premios para leales, en un afrodisíaco para mediocres y en un botín para los amigos del poder. El “Estado sexy” ya existe y ha sido uno de los instrumentos más dañinos del modelo masista.
Durante casi dos décadas, el MAS pervirtió la noción misma del servicio público. Hizo del poder un fetiche: con el poder se conseguía dinero fácil, viajes, escoltas, aviones, mujeres, influencia. Personas sin formación, sin méritos ni trayectoria y, para colmo, sin mayores atributos físicos, adquirieron una notoriedad que nunca habrían alcanzado en la vida privada. El Estado se volvió un refugio para parásitos y un negocio para los operadores del partido.
Evo Morales no solo sexualizó el poder, también lo vulgarizó. Hizo que pertenecer al gobierno fuera la única vía rápida al ascenso social. Mientras el sector privado enfrentaba regulaciones asfixiantes, extorsiones, inseguridad jurídica e impuestos abusivos, los cargos públicos ofrecían estabilidad, ingresos jugosos y total impunidad. Así, el mensaje fue claro: el éxito no está en emprender, producir o crear, sino en arrimarse al poder.
Por eso la declaración de Velasco, aunque audaz, cae en una trampa. No hay que hacer más sexy al Estado. Al contrario, hay que despojarlo de toda sensualidad. Hay que volverlo austero, técnico, aburrido, incluso. El Estado no debe seducir, debe servir. Lo que debe resultar atractivo es el sector privado: ahí donde la gente compite, arriesga, se capacita, sueña y progresa sin pedir permiso a ningún burócrata.
Lo que Bolivia necesita no es embellecer el aparato estatal, sino reducirlo, limitarlo, fiscalizarlo. El Estado debe ser como una herramienta bien calibrada: precisa, eficiente y sin adornos. Solo así volveremos a valorar el mérito, la producción, el trabajo real. La idea de que el Estado sea “sexy” perpetúa el cáncer del populismo y del clientelismo: ese donde la política ya no es servicio, sino espectáculo, y el gobierno ya no es una institución, sino un show.
Bolivia necesita que el emprendimiento se vuelva sexy y un Estado que defienda al empresario honesto, al profesional que madruga, al joven que crea una aplicación o abre un restaurante. Que devuelva dignidad al esfuerzo, no al poder.