La democracia, que durante décadas fue sinónimo de progreso y estabilidad, enfrenta hoy un desgaste que no proviene solo de líderes autoritarios o de modelos externos, sino de una erosión interna que combina desconfianza, desigualdad, fragmentación tecnológica y una ciudadanía cada vez más desconectada del proyecto común.

La historia de la democracia, como toda historia de lo humano, es la historia de su fragilidad. Ninguna forma de gobierno, por muy consagrada que parezca, está a salvo de su propia capacidad de destruirse. Quien crea que la democracia puede perpetuarse por inercia ignora que toda estructura política descansa sobre un acto de fe: la creencia compartida en su legitimidad. Cuando esa fe se erosiona, lo que queda es un andamiaje vacío, fácilmente sustituible.

En el mapa político actual hay una sensación que se repite, esa de estar caminando sobre un puente que cruje. Un puente llamado democracia, que durante medio siglo fue la autopista hacia el progreso y la estabilidad, pero que hoy parece oxidado, con tablones flojos y señales borrosas.



En sus mejores días, la democracia se sostuvo sobre tres pilares claros: elecciones libres, división de poderes y expansión de derechos. No era perfecta, pero el consenso era amplio y valía la pena cuidarla. Sin embargo, esa fe se ha desgastado. No ha llegado un ejército enemigo a derribarla. Son sus propios inquilinos quienes, elegidos por la gente, han comenzado a vaciarla por dentro. Putin, Ortega, Bukele, el chavismo. Todos llegaron por la puerta grande del voto, y desde ahí comenzaron a tapiar las ventanas del pluralismo.

Un fenómeno que no es ajeno a democracias consolidadas. Donald Trump inauguró en EUA una forma de gobernar en la que la mentira se convierte en estrategia y el adversario en enemigo existencial. Sus imitadores en Europa y América Latina han aprendido que no es necesario abolir elecciones para desarmar la democracia, basta con ensuciar su credibilidad y polarizar hasta el extremo. Mientras tanto, en la otra orilla, el modelo chino ofrece una gran tentación: prosperidad y modernización sin libertades civiles. Un autoritarismo que funciona como vitrina y advertencia.

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Pero quizá la amenaza más profunda no provenga ni de autócratas ni de regímenes rivales, sino de un cambio más sutil. La transformación tecnológica y cultural que ha vuelto a la política casi irreconocible. Las redes sociales han sustituido el ágora pública por burbujas privadas. La posverdad ha convertido los hechos en materia moldeable. La inteligencia artificial asoma como un intermediario que decide qué vemos, qué creemos y, pronto, por quién votamos. La política, antes un ejercicio de construcción común, se fragmenta en micro territorios personalizados, donde el acuerdo se vuelve improbable.

A esto se suma una fractura generacional que no puede ignorarse. Quienes vivieron las transiciones democráticas asociaron libertad con bienestar. Votar era, también, asegurar un futuro mejor. Los menores de 35 años han roto esa ecuación. Tienen la certeza que vivirán peor que sus padres y que la democracia no tiene, por ahora, cómo revertirlo. La globalización, guiada por el libre mercado, ha dejado cicatrices visibles: empleos que se desvanecen, salarios que no crecen, barrios enteros que se vacían. El contrato implícito entre ciudadanía y política se ha debilitado.

En este clima, el voto deja de ser un compromiso con un proyecto común y se convierte en un gesto inmediato, casi lúdico: premiar, castigar, lanzar un mensaje. Se vota para que pase algo —o para impedirlo— y, a la mañana siguiente, la atención se traslada a otra pantalla. La democracia se vuelve un espectáculo que consume su propio sentido.

Sin embargo, no todo está escrito. La política no es una herencia que se recibe intacta, sino una tarea que se rehace cada día. La posdemocracia, ese territorio incierto entre lo que fuimos y lo que podríamos ser, no tiene por qué convertirse en destino. Pero evitarlo implica algo más que reformas legales o campañas de concientización: exige volver a creer que lo común importa.

Recuperar la democracia es recuperar los espacios de encuentro. La plaza, la calle, el debate que incomoda, pero enriquece. Resistir no significa nostalgia por un pasado idealizado, sino la decisión de impedir que el poder se concentre hasta asfixiar la pluralidad. Significa entender que la libertad no es un bien privado, sino un paisaje que se habita con otros.

En tiempos donde la tentación autoritaria seduce con su promesa de orden, y donde la tecnología ofrece la ilusión de control sin participación, la defensa de la democracia comienza en un gesto simple pero radical: aparecer juntos, hablar, disentir, decidir. Si hay un milagro posible en la política, es ese. Y todavía está a nuestro alcance.

Por Mauricio Jaime Goio.