Soy un periodista más

Por: Raphael Ramírez.

Cuando fui convocado públicamente por el presidente Morales la noche del 9 de diciembre en el Palacio Quemado, había acudido a una cobertura más, en un escenario inusual, con transmisión televisiva en directo y un Jefe de Estado dispuesto a desmembrar a cualquiera en defensa del ministro de la Presidencia, Juan Ramón Quintana.



Respondí porque el medio de comunicación al que represento fue mencionado por el Mandatario y a pesar de no ser yo el autor de la nota informativa criticada ásperamente, decidí lanzarme, armado de mi libreta y bolígrafo.

Los reporteros, asegura Ryszard Kapuscinski —no sólo lo creo yo, la experiencia y la historia lo avalan—, “son personas modestas, respetuosas con el otro y capaces de mostrar esta actitud en todo momento. Ser reportero significa antes de nada respetar a otro ser humano”. Es necesario, entonces, salir con la humildad por delante, con el silencio como herramienta para sondear el complejo panorama cotidiano, con la intención de decir sólo lo imprescindible en el instante preciso. Concibo además el oficio de reportear como una misión de potencial riesgo, pues el periodista de línea se expone en casos peculiares a padecer en carne propia el escarmiento público aplicado por grupos violentos a los supuestos delincuentes.

También es una aventura la búsqueda de la noticia en oficinas estatales o instituciones privadas, donde los empleados y administradores de circunstancia suelen jugar de locales y atrincherarse en sus posiciones pese a quien pese.

¿Cuáles son las recomendaciones de mis mentores? Mantenerme informado, poner pilas a la grabadora, estar atento, desarrollar la capacidad de observación, ser cauteloso, conceder al otro el derecho de réplica, etcétera, etcétera, etcétera…

Aquella noche puse en práctica algunos de estos preceptos y luego dejé —con mi dignidad intacta— aquel escenario montado con antelación. No me sentí humillado frente a quien sólo buscaba, con desesperación, ser escuchado para dar su versión de los hechos.

Reitero. Sólo fue novedoso para mí el contexto, como lo fue, en sus días, tomar la declaración de un recluso de Chonchocoro o presenciar de cerca el enfrentamiento armado entre policías y militares en febrero de 2003. El riesgo es constante y estoy expuesto al despliegue de poder de un funcionario público, un montón de gente armada de palos, piedras o armas de fuego. Puedo invocar la protección de los ángeles, pero tal vez ellos se ocupan mejor de otros desvalidos.

Vivo aún las repercusiones de aquella noche en el Palacio de Gobierno. Temí desde el principio que mi silencio fuera interpretado como un simple acto de sumisión al poder. Nada más falso. Pero estoy consciente de que he sido inhabilitado para decir lo contrario, incluso por quienes quieren subrayar los excesos del Presidente. Con mi silencio quise al mismo tiempo esquivar —aunque no lo conseguí— el barniz político que ha empapado este asunto.

Soy un periodista más. Sin embargo, el lado más oscuro de esta historia parece tener un largo aliento. Desde la primera amenaza telefónica hasta el último intento de agresión física (por ser “el periodista que hace quedar mal al Presidente”), me han hecho pensar que me he detenido, en estos días, en el momento y los lugares equivocados.

Las calles son ahora para mí “peligrosas”, y este es un “riesgo” que no estoy dispuesto a callar. Soy de carne y hueso y, por tanto, falible. Lo reconozco con “humildad”, porque así me pongo a buena distancia de quienes se piensan infalibles y todopoderosos.

El autor es periodista

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