Sin novedad en el frente


(La oposición boliviana y la construcción de una alternativa de poder)

aitor OK Aitor Iraegui Balenciaga*

 



Ignoranti quem portum petat, nullus suus ventus est

Séneca

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La democracia se basa, por supuesto entre algunas otras cosas más, en que las mayorías y las minorías sean movibles, es decir, que la minoría de ayer sea la mayoría hoy y, en algún momento del futuro, la actual minoría pase a ser mayoría. Para que ello sea posible las mayorías y las minorías deben ser políticas y no de otro tipo. Es por eso que los que sostienen que el gobierno le pertenece forzosamente a una única mayoría no política (una mayoría constituida en relación a su procedencia étnica, social, cultural, económica o de otro tipo) están planteando que el poder siempre debe estar en las manos de los mismos (o de sus representantes, porque finalmente el poder de las mayorías nunca deja de ser nominal) y le están privando a las minorías de toda posibilidad de movilidad dentro del sistema político. Sin embargo, cuando siempre gobiernan los mismos, el resultado es que las minorías (que también son parte del pueblo) pierden automáticamente derechos y cuando eso sucede, sencillamente, ya no hay democracia.

Claro que puede suceder, como de hecho parece estar pasando en Bolivia, que las mayorías políticas y las no políticas coincidan en un momento histórico determinado. Eso no sólo no es malo sino que podría ser incluso beneficioso en la medida que corresponde a un impulso en la representación de los grupos mayoritarios y, por extensión, constituye un momento de participación y de democratización del sistema político. Sin embargo esa coincidencia no deja de ser circunstancial, considerando que las mayorías no políticas no son, al menos no necesariamente, políticamente homogéneas y no lo son porque las ideas políticas tienen un origen multifactorial y, en general, una naturaleza mutable, por lo que pertenecer a una misma clase social o tener el mismo origen étnico, o cualquier otro elemento que implique una identidad compartida en algún sentido, no supone forzosamente coincidir política o ideológicamente. De lo contrario las mayorías políticas y las no políticas concurrirían inevitablemente y no habría variación, ni cambio, ni evolución posible, cosa que, evidentemente, no sucede. Por ello, tarde o temprano, las mayorías y las minorías tienden a reconfigurarse, salvo que un elemento exógeno a la propia democracia, por ejemplo la acción de las élites, lo impida, pero entonces, por supuesto, nuevamente ya no estaremos hablando de democracia sino de alguna otra cosa muy distinta.

En consecuencia, lo inevitable en democracia es que tras cada elección surjan mayorías y minorías políticas y que éstas tiendan a ir cambiando periódicamente y alternándose sucesivamente. La mayoría tiene, como es lógico, la función de gobernar y la minoría la obligación de oponerse, pero ambas tienen un valor similar en el mantenimiento del equilibrio democrático de un país. No obstante, si bien no parece haber muchas dudas sobre qué significa gobernar (claro que gobernar y gobernar bien pueden ser cosas tremendamente distintas), aparentemente no está tan claro cuál es el sentido real de oponerse ni su función como institución democrática.

Por ello, quizás es conveniente diferenciar la forma y el fondo de la cuestión. El fondo es que el objetivo básico de la oposición política, en Bolivia y en cualquier otro lado, es construir una alternativa viable de gobierno. Así, la oposición, que representa a la minoría política circunstancial, entiende que si cumple correctamente su papel tarde o temprano llegará a representar a la mayoría y que, por lo tanto, debe ir preparando adecuadamente ese momento. Entonces, si la misión básica de la oposición es la revelarse como una posibilidad real de poder, los demás elementos de su actividad política (por ejemplo criticar al gobierno o defender los intereses de sus electores o de sus regiones) son, en realidad, la forma, un instrumento para mostrar al electorado cuáles son sus ideas y sus propósitos y cuál sería su comportamiento en caso de llegar en el futuro a administrar el poder. De ese modo, y sin dejar de ser relevante, la queja o la protesta ante el comportamiento oficialista, o incluso la propuesta constructiva, sólo tienen un carácter testimonial si no se acompañan de un proyecto político definido.

Evidentemente, la posibilidad de construir oposición no depende exclusivamente de los opositores y hay también factores externos que dificultan o facilitan esa labor. En este sentido no hay duda que el entorno político boliviano actual no es el mejor, con un oficialismo que cuenta con el respaldo de una abrumadora mayoría de los ciudadanos y que, adicionalmente, ha demostrado una exigua deferencia hacia los derechos de sus oponentes. Sin embargo, el contexto externo no puede ser una limitante infranqueable en la medida que sería ingenuo pretender que la oposición se construya en relación al peso o a la actitud del oficialismo. La oposición tiene, por su propia naturaleza, la obligación de aspirar al poder político y, en consecuencia, tiene la exigencia de dar los pasos necesarios para tratar de que esa aspiración se termine concretando. Es cierto que el carácter del poder dominante o la correlación de fuerzas determinan los tiempos y las estrategias, pero el objetivo final no se modifica. Olvidarse de ese objetivo o, peor aún, renunciar a él, es, sencillamente, despojarse de su propia naturaleza y dejar al sistema político huérfano de una opción que garantice la alternancia en el poder y por lo tanto el futuro democrático.

Aún así, es importante comprender que la oposición boliviana actual está obligada, por pura imposición histórica, a ejercer su labor en el interregno entre dos sistemas político-partidarios: uno ya desaparecido -el pluripartidismo moderado de las últimas décadas del siglo pasado-, y otro que aún no ha podido ser creado. Estamos hablando, entonces, de una etapa de transición que obliga a esta oposición a funcionar, de manera seguramente involuntaria, como un gozne que articula dos oposiciones: la anterior, claramente declinante y en la que todavía se percibía la influencia de los partidos políticos previos; y la necesaria (en el sentido de necesidad democrática esbozado en el primer párrafo de este texto): una oposición aún por crearse, renovada, con nuevas estructuras, nuevos programas y nuevos liderazgos y capaz de representar adecuadamente a las minorías políticas pero también de atraer a las mayorías potenciales.

Eso no quiere decir, por supuesto, que la actual oposición esté condenada a cumplir un rol puramente interino y menos aún que no tenga más destino que la inanición o el fracaso. Al contrario, si da los pasos correctos, en sus manos podría estar el germen de la construcción de una oposición democráticamente válida que garantice la existencia eficiente de todas las piezas (oficialismo-oposición) del sistema democrático. Pero también es verdad que, de no cambiar, corre el riesgo de la irrelevancia y no podrá evitar ser, tarde o temprano, reemplazada por la nueva oposición que terminará emergiendo, porque en política impera el horror vacui y, salvo interrupción democrática, el sistema no puede ser unipolar de manera invariable.

Proceder correctamente en esta coyuntura tal vez comienza por comprender con claridad el ámbito político en el que se actúa y, sobre todo, ser consciente, más allá de las formas y de las palabras, de que la actual oposición nada tiene que ver con la oposición de hace, por ejemplo, una década. Y no estamos hablando de su composición, y sí, fundamentalmente, de su actuación y de sus obligaciones La oposición del periodo del consenso liberal (con sus méritos y sus imperfecciones) contaba con instrumentos políticos consolidados y realizaba su labor en un sistema político partidario relativamente estable y, por ello, previsible. Como resultado, podía darse el lujo de limitarse a criticar más o menos aciagamente al gobierno o a destapar sus errores o sus corruptelas y esperar que en las siguientes elecciones el desgaste natural del oficialismo fuese suficiente para modificar ligeramente la composición de las mayorías y las minorías. En un sistema donde ningún partido alcanzaba la mayoría necesaria para gobernar en solitario y en el que, por lo tanto, se precisaba inevitablemente de alianzas políticas, una leve variación de la composición de las mayorías políticas bastaba para llegar al gobierno.

La situación actual es mucho más exigente y la oposición boliviana está ahora en la obligación de trabajar en la construcción de los mecanismos que le permitan transformarse en una alternativa real de poder. Eso significa, al menos, dos cosas. La primera es entender que la minoría no se transforma en mayoría por pura inercia. La minoría política lo es en la medida que los electores no logran percibirla como una alternativa mejor que la gobernante, pero es que esa imagen no variará si no cambian las razones que la volvieron minoritaria, y estamos hablando, entre otras cosas, de ideología y de liderazgo, pero sobre todo de representación: la oposición debe tener la facultad de interpretar políticamente a un número creciente de ciudadanos y eso pasa por la capacidad de cambiar, adaptarse, ampliar y mejorar sus condiciones de representación, porque de lo contrario los votantes no encuentran un cauce apropiado para modificar sus preferencias electorales. La segunda cuestión es que la construcción de una alternativa gubernamental requiere de la existencia de organizaciones políticas y todo lo que éstas significan: jerarquías, cuadros políticos adecuados, capacidad de movilización y, finalmente, un discurso programático compartido y coherente que se mantenga en el tiempo y que no se base exclusivamente en el enfrentamiento al status quo, sino en la capacidad de generar una propuesta creíble y a largo plazo que muestre a los electores que existe una opción política viable, amplia, organizada y capaz de asumir las responsabilidades que se esperan de ella.

En ese sentido, la tendencia de la oposición, salvo contadas excepciones, a promover opciones aisladas, compuestas por una multiplicidad de individualidades que impulsan la defensa de intereses personales y/o locales es, a nuestro juicio, un tremendo error histórico y un lastre en la posibilidad de construir opciones que tengan una vocación de largo plazo. El resultado está siendo no sólo la mengua progresiva de la credibilidad opositora, sino sobre todo su progresiva trivialización, lo que explica que en la actualidad muy pocos bolivianos puedan responder apropiadamente cuando se les interroga respecto a quién o quiénes encabezan exactamente a la oposición política, porque lo cierto es que lo que ahora llamamos oposición parece no ser más que un archipiélago de nombres propios, probablemente con buena voluntad democrática, pero sin experiencia ni estructura política (o con pequeñas estructuras ad hoc), sin propuestas claras y sin un discurso definido, salvo por las referencias al antimasismo, la incierta tutela de los valores democráticos (incierta seguramente no porque le falte convicción, sino porque carece de una ideología que la sustente) y la conexión –desigual- con el autonomismo o la defensa de las regiones periféricas. Ciertamente esto no es suficiente, al menos no en un sistema político férreamente controlado por la mayoría oficialista. El resultado es la imagen de perplejidad, impotencia e impericia para maniobrar que emana desde la oposición.

Mientras todo esto no cambie, las minorías políticas seguirán huérfanas y las mayorías no tendrán ninguna alternativa a la que acudir en el caso de que la gestión oficialista deje de parecerles satisfactoria. Por eso, la urgente necesidad de una oposición organizada que tiene Bolivia nada tiene que ver con la legitimidad del gobierno del MAS (ni con su acción política o su gestión pública) y sí con la importancia que tiene la oposición si se pretende que la convivencia entre bolivianos continúe marcada por las reglas democráticas, porque no se puede olvidar que no hay democracia sin oposición. O hay una democracia imperfecta, disminuida y con un futuro incierto.

Nueva Crónica y buen gobierno